sábado, 30 de julio de 2005

La rebelión de los gordos, tercera entrega

No es raro que salgas triste del trabajo. La razón que te das esta vez es que Carmen salió con Alejandro el mismo viernes que tú la invitaste. Ése, el publicista que casi acaba de entrar y que, para distinguirlos, a ti te nombraron “Fatlex” y él se quedó con el “Alex”. Como es tu costumbre, para martirizarte mientras caminas, vuelves a reconstruir la escena en tu memoria: Sales a recibir la correspondencia recién llegada, pasa Alex y escuchas a Ana María, la recepcionista, que dice mordiéndose los labios y en voz baja, cuando ya no la escucha, “bueno lo tengas, papacito”. La interrumpes con el saludo y ella, sin dejar de verle las nalgas al mencionado, te responde sin ganas hasta que lo pierde de vista y te mira. “¡Ah, Fatlex, buenos días! ¿A poco no está buenísimo?” te dice, y para tu desgracia, agrega “Es la nueva víctima de Carmen. Ya se lo llevó el viernes de quincena, yo creo que le fue rebién a la condenada, porque se ve bien armado el canijo. ¡Ese Alex está guapísimo! ¿A poco no?” A pesar de que sientes como si te hubieran golpeado el estómago, sonríes estúpida y tímidamente y te concretas a responder “Vengo por la correspondencia...”

Poco te importa ahora que hayas iniciado tu mañana plenamente convencido de que esta semana sí lograrías adelgazar aunque fuera un kilo. Te levantaste, hiciste lagartijas, sentadillas e incluso desempolvaste el aparato para las abdominales. Cinco series de 20 y te dabas ánimo; “ahora sí, ahora sí”, te repetías. El desayuno, balanceado y riguroso como te gusta, según dices. Una rebanada de pan tostado, café sin azúcar y una toronja. Tu baño, con el jabón Palmolive Aromatherapy Anti-Stress con extractos esenciales de lavanda, Ylang Ylang y Pachulí para ayudar a tu relajación; el shampoo Sedal con ceramidas, miel y germen de trigo, que es el único que te deja el cabello como a ti te gusta. Te sentías incluso con ganas de cantar, pero no lo hiciste porque sabes que tus vecinos te escucharían, y como te molesta oír a Jacobo, el vecino de arriba, cuando se baña y canta “Ingrata, no me digas que me quieres...” Aunque esta mañana no. Al salir de la regadera, te concentraste en tu sensación de frescura. Observaste tu cara mientras lavabas tu boca con Sensodyne Original para evitar en el futuro la desagradable sensibilidad en los dientes. No te gusta tu enorme quijada de caballo, ni que tu frente esté demasiado salida. Te acercaste al espejo para verte los ojos café claro y recordaste cuando eras niño y jugabas al cíclope con tu mamá. Te cepillaste, viste el reloj que tienes en el baño y te diste cuenta que estabas retrasado con cinco minutos. Te enjuagaste rápidamente la boca con el refrescante Plax con flúor. Te untaste el Speed Stick, la crema Dove y el Carolina Herrera que te regaló tu papá en tu pasado cumpleaños. Ya tenías preparadas las trusas Trueno, la playera de algodón para que la guayabera blanca no se trasluzca, el pantalón de mezclilla Silver Tab, los calcetines Wilson oscuros y los tenis Reebok, que parecen tanques en tus pies. “Voy a aguantar la tentación, voy a aguantar la tentación”. Sí, lo lograste, a pesar de la noticia que te dio Ana María no comiste sino hasta la hora prevista. Mónica, la cocinera de la empresa, te preparó, con un costo extra, el medallón de Lomo sin grasa, una ensalada de germinado con zanahoria rayada, huevo duro, rebanada de jitomate, apio y pepino y, para tu postre, una manzana y una rebanada de melón. Desde luego, sentiste hambre, antes y después de la comida. Al salir, no reprimiste las ganas de sentirte mal y, sin querer engañarte para justificar la rebanada de pastel de chocolate, te encaminaste hacia la Pastelería O.K.

Está cruda, aunque no bebió ni ingirió somníferos para evitar que los pensamientos le carcomieran los huecos que tiene por entrañas. Tres veces ha sonado el despertador pero el sueño la mantiene adherida a la cama como calcomanía. La pesadez en los brazos, el entumecimiento general del cuerpo y el agudo dolor de cabeza que se traduce en un pitido que se clava al centro del cerebro. Así son sus mañanas antes del trabajo.

Otro día más, apenas lunes y mis ánimos son de viernes. ¿Y si no me baño? No, no digas eso, no puede ser. Bueno, otros cinco minutos, sólo otros cinco minutos; esos en el que el sueño es más pesado y más rico porque es indebido, prohibido...

¡Ya no puedo más! creo que si hubiera tomado el Halcion no me estaría pasando esto. Me voy a reportar enferma. Pero no, es lunes, el viejillo siempre tiene mucho trabajo este día y si lo hago es capaz de venir por mí con un médico para que me levante y vaya a solucionarle sus problemas. ¡Ay, yo creo que sí! ya hasta ínfulas de indispensable me estoy creando. Aunque nunca se me había ocurrido hacerlo, hoy no me faltan ganas. Vamos Ariadna, tu puedes, no podemos arriesgar el trabajo ¡Pero si lo odio! Ya no pienses eso, ya cálmate, levántate, quítate tu bata y métete a la regadera.

La noche anterior preparó su desayuno, aunque piensa, mientras se baña, en un par de huevos con mucho tocino, frijoles refritos, un café con leche con mucha azúcar y un birote salado como los que venden en la tienda de las nalgonas. “Eso sí sería un desayuno”, piensa. Pero sabe que sólo será fruta picada, un poco de papaya y melón en cuadritos y una taza de café sin azúcar. En el baño todavía está casi dormida, se concentra en la sensación del agua tibia que corre por su cuerpo y se deleita con el olor al Fructis Fortifying que incrementa el volumen de su delgado y caído cabello; lava su cara con el jabón Grisi de avena para evitar que su cutis acumule grasa y para el cuerpo el de algas marinas cuyos efectos exfoliantes y reductivos todavía no alcanza a percibir, pero lleva sólo una semana usándolo. El duchazo rápido no le quita los pesares físicos e incluso la premura de tiempo la hace molestarse. Sale de la regadera, se enreda en su gigantesca toalla rosita; con la blanca más pequeña se hace un turbante para secar su pelo. No tiene tiempo de mirarse la cara, ni de apretarse los barritos. Sólo cepilla sus dientes con la Colgate Total. Ya no hay tiempo para nada.

Todos los días me pasa lo mismo; siempre se me hace tarde y tengo que andar a las carreras. Pero ni modo, prefiero llegar diez minutos tarde que salir sin maquillarme aunque sea un poquito. Total, sólo son los labios, la sombra de los párpados, el rimel y listo. Aunque, desde luego, tengo que darle rápidamente volumen a las pestañas y el Max Factor requiere un poco de ayuda de la cuchara. Tengo que comprar otro Obao, ya se me está acabando; del Samsara todavía no me preocupo, de ese sólo requiero unas gotitas. No sé que se sentirá traer hilo dental, pero no se me antoja. Definitivamente, este uniforme está horrible. Ese ingeniero tiene mal gusto. Ya no alcanzo a desayunar, pero lo haré en la oficina. Los lunes el viejillo llega como a las diez y media y fácilmente puedo aprovechar. ¡Chin! ¿Dónde dejé la bolsa? Espero que ahí estén las llaves, ya no tengo tiempo de nada y la mala onda de la Claudia no deja que Jaime cheque por mí.

Sale envuelta en sus pensamientos presurosa tras el minibús que la llevará a su trabajo. Es un poco más de media hora, contado el tiempo de espera para abordarlo. Afortunadamente no hay asientos vacíos y no puede seguir en sus meditaciones. No le gusta sentarse en el camión porque le da por sentirse sola. Ve a una pareja con cara de estúpidos y prefiere recorrerse hasta la parte trasera de la unidad y dirigir su atención al trajín de la calle. Llegó al reloj chocador sólo quince minutos tarde; ahí estaba Claudia la chaparrita piernuda y le saluda pero este día no hubo respuesta ni recriminaciones. La mujer está concentrada en el teléfono; Ariadna alcanza a escuchar que dice “pues sí, fíjate, fue muy lindo. Me dio un ramo de flores y unos chocolates. Es choteado y todo, pero el detalle fue bonito; y sin decir más se me declaró”.

No sabe quién es, pero no puede quedarse más ahí; tiene que llegar a la oficina a preparar la tarjeta de llamadas que quedaron pendientes del viernes. Seguramente Jaime le contará la noticia. No lo espera, pero el chisme le demolerá las entrañas, será Pablo. Y al saberlo se arrepentirá por haberlo ahuyentado, temerosa por creer que sólo quería andar de picaflor buscando acostones. Se dará cuenta de que Jaime no le ha proporcionado información sobre el mensajero, lo que significa que no es parte de “los corazones podridos”. Se arrepentirá y no tratará de reprimir su tristeza. El pesar se hará más intenso y se convertirá en coraje por los efectos de la dieta hipocalórica. Los pepinos, la jícama, el mango y la piña con poca sal y mucho chile y limón, no mitigan el hambre. Un biónico con papaya, melón y fresas aderezados con crema agria y chispas de chocolate reducirá un poco la ansiedad. “Pero la rebanada de doble chocolate, hoy no la perdono. No me importa que sea lunes”. Así le ocurre normalmente, su férrea voluntad para adelgazar se dobla por las noches.

Lo único que quiere decir es que le gustan gordas, porque Claudia no es una varita de nardo. Bueno, a ella le ayuda las petacotas que tiene y está acinturada la malvada. Fea no es... Ya no quiero pensar en esto. ¿Jeffrey u O.K?, no mejor O.K., me queda más de paso, tengo ganas de una bebida ¿chocolate o un moka? Depende del pastel, espero que ahora no se haya terminado el doble chocolate.

— Una rebanada de doble chocolate, por favor

— Se nos acaba de terminar señorita—. Alejandro que había llegado unos momentos antes, escucha lo ocurrido envuelto por el aroma a Samsara de la mujer que acaba de entrar. “Sí, es el mismo que usaba Carolina. Uuuuuy, hacía mucho que no pensaba en ella. Ni si quiera me atreví a hablarle.

— Señorita, mire, aquí traen ya la última rebanada de doble chocolate, yo la había pedido, pero si usted gusta se la puedo otorgar; yo puedo pedir otro tipo—. La miraste a los ojos y no te gustó lo que viste, pero el aroma te atraía, te magnetizaba.

— No, claro que no. Ya voy a pedir otro—. Sus ojitos café claro te llamaron la atención, su enorme quijada te pareció interesante, pero lo que te cautivó fue el detalle y la amabilidad del hombre.

— Quiero insistir, señorita. Por favor tome la rebanada—. Le extendiste el envase de hielo seco con un ademán tierno—. A mí me da por favor una de pastel de queso con cerezas y un capuchino—. La volviste a mirar—. Permítame invitarle una bebida y no aceptaré un no como respuesta ¿qué prefiere?

— Ay no, qué pena, claro que no.

— Por favor, sólo es una bebida y una rebanada de pastel, no me haga el desaire.

Tus ojos tiernos la cautivaron. De hecho nunca había vivida nada similar, ni tu tampoco, no habías tenido las agallas de hacerlo. Por eso la convenciste.

— Bueno, está bien, un moka por favor.

sábado, 23 de julio de 2005

Ariadna y su viernes intrascendente

Las novelas de TV Azteca son tus preferidas. La barra nocturna comenzaba con Ventaneando, le seguían los Sánchez, Ni una vez más, Amor en custodia y La otra mitad del sol; y luego las noticias. Pero esas no las ves. Esperas con ansias el viernes porque sabes que tienes permiso de terminar tu comida con una rebanada de pastel de doble chocolate de la pastelería OK; y para la cena, un pozole mediano con labio, pata y oreja y una coca light de bote, bien fría.

Estar sentada en aquella banca de madera, esperando que te sirvieran tu plato, oliendo los vapores provenientes del comal de doña Toña, es uno los pocos placeres por los que no sientes remordimiento. Luego ves a la Chana con sus pasitos chiquitos acarreando tu cena hasta tu lugar; quien te dice con su voz chillona “Aquí está doña Ari” —nunca dejaste de pensar que por gorda te confundían con señora—. Pero no te pones a pensar en que no tienes ni siquiera novio, estando frente al suculento pozole. Sientes como el vaporcito aromático sube hasta tu cara, para dar inicio al ritual de preparación. Le agregas la lechuga y los rabanitos, el chile, poca cebolla y el jugo de un par de limones; todo lo revuelves para que se homogeneice y esperas a que se cueza un poco la lechuga. Limpias la boquilla de la lata y la envuelves con una servilleta, como te gusta. Esperas un poco, absorta sin escuchar los chismes de las vecinas. Das un traguito a la coca y tomas la cuchara lentamente, primero caldito. Haces a un lado los granos y saboreas el líquido caliente en tu boca... No sientes culpa, en ese momento la gordura se te olvida.

“La Paloma Jotita”, como le dices a tu vecino homosexual, no está en su departamento. No se escuchan las melodías de José José. Los Sánchez ya van a la mitad y tu sigues recordando el sabor del pozole, y vuelves a sentir la sensación del crujir de la oreja cuando la muerdes... Los viernes es cuando menos atención le pones a la televisión; mientras la medio escuchas, revisas tu diario, para hacer una especie de síntesis de lo ocurrido en la semana. Lo lees pero no te das cuenta que es vacío, que narras los chimes del trabajo o si cogió o no la Paloma; que si peleó la pareja que vive arriba de tu departamento; o si don Nacho, el esposo de doña Toña, llegó borracho y la golpeó. Con esos huecos tratas de llenar tu vacío; pero cuando lo haz intuido prefieres evadir el tema.

No te gusta profundizar en nada de lo tuyo. Sabes que hacerle mucho caso a esa vorágine que tienes dentro, es sentirte halada por el abismo oscuro que hay dentro de ti. Cuando lo haces invariablemente te aflora el sentimiento de soledad y de tristeza que cargas; más aún cuando observas a unos novios devorándose las entrañas con un beso. Pasas lista de las mujeres que el viejo rabo verde de tu jefe se ha cogido. Innumerables: Claudia la chinita, Aidé con sus grandes tetas, Diana y su cabellera de ninfa, la chaparrita bonita que no recuerdas cómo se llama y las que ni siquiera fijaron una imagen en tu memoria. Varias permanecen algunos meses, la mayoría sólo semanas y se van o son promovidas a puestos más altos en la empresa. Tú eres la única que tiene más de tres años con él. El ingeniero, como todo mundo lo llama, a ti no te ha tocado, ni te ha insinuado nada. La única relación que tiene contigo es meramente profesional. “Ariadna, comuníqueme con el licenciado Rangel”, te pide, y tú piensas si te gustaría ser acosada por él o no.

Los compañeros del trabajo te saludan todos muy amables; pero no eres parte del “círculo de los corazones podridos”, como les llama Jaime el intendente, quien cada semana te hace, sin que se lo pidas, un recuento de quien se acostó con quien y quien ya tronó. Escuchas muy atenta el relato y por las noches apuntas, con tinta rosita, en la libreta de Hello Kitty que llevas por diario, cada uno de los incidentes. Las pocas veces que has escrito de lo que te ocurre o de lo que sientes, lo haces de forma ambigua y llena de metáforas; ni tu misma terminas entendiéndote. Te justificas diciendo que son tus ensayos de poesía.

No te atreviste ni siquiera a apuntar en tu diario que sí te gustó Pablo, pero como tenías tanto miedo, le demostraste desprecio y lo rechazaste. Te insistió y te diste importancia; él era sólo un mensajero. Estabas sola y no quisiste ni siquiera intentarlo. A lo más que llegaste fue a aceptarle un café aquel día que te regaló una orquídea. Nadie lo había hecho, nadie te había regalado ni siquiera una simple y trillada rosa estúpidamente amarilla; pero el pavor se apoderó de ti. Te dijo que te quería bien, que le gustabas y que le interesaba conocerte. Ni siquiera te pidió que fueras su novia. Pero tus demonios te vencieron. Todavía te sigues preguntado ¿cómo le pudo haber gustado una mujer morena, de pelo lacio sin chiste, que parece un tanque blindado? Todo te lo explicaste respondiéndote que sólo se quería acostar contigo y que luego te desecharía como condón usado.

Lo que sí pudiste describir con muy pocas letras fue que extrañas a tu papá; pero sobre el incidente telefónico con tu madre ni una sola palabra. Te llamó y la mandaste el diablo. Te dio náuseas su repetidísima cantaleta. “Ariadna, pos ¿qué pasa contigo? Ya búscate un novio. Te vas a quedar a vestir santos...” Le pediste que ya no te llamara, porque te tenía harta y colgaste. Ni te atreverás a relatar tus dudas acerca de ir a su cumpleaños. Está cercano y no sabes si irás, como todos los años, a felicitarla, para darle un abrazo que te rechaza y ponerle enfrente la cajita adornada con el presente que le compraste. “Sea como sea, es mi mamá”, te repites una y otra vez. Pero no quieres ir. Aunque sabes que terminarás yendo a pasar un mal rato. Tus tías te dirán que estás más delgada y que te ves muy bien. Pero no les vas a creer ni una palabra. Joaquín tu tío, ya borracho, se te insinuará. Sentirás asco y te irás.

Intuyes que viene una noche difícil, sabes que cuando viene la oscuridad y el mundo se duerme quedas tu sola envuelta en tus miedos. En esos momentos de insomnio cuando las justificaciones ya no te cobijan. Tu alma queda desnuda y lo que ves te asusta.

Para levantarte el ánimo tratas de concentrarte en los capítulos que tienes grabados de Dawson Creek porque te hace soñar que conoces a “tu hombre”, el único capaz de vencer tus dragones. Tratas de dormir, pero el insomnio no te deja. La acidez te quema la garganta y la Ranitidina no te ayuda en nada. El sueño espantado por tu temor y cobardía a vivir te hace encontrarte nuevamente con tu soledad. Tus ansias reprimidas de tener sexo y tu inclinación a cancelarte como mujer. Saberte gorda e incapaz de cautivar a alguien. Pero te dices que eso es lo de menos. Te quieres convencer de que no necesitas “a ningún cabrón a tu lado”. Sacas del buró las pastillas para dormir, pero la cruda del día siguiente te hace pensarlo dos veces.

Tratas de pensar en que el lunes todo cambiará; la rigurosidad de la dieta que te dio el nutriólogo es precisamente lo que necesitas para fortalecer tu espíritu y adelgazar. “Esta vez” te dices “sí la voy a seguir al pie de la letra. Un montón de cabrones andarán detrás de mí...” Pero esos pensamientos son los que menos duran en tu cabeza. El corazón vacío te clama; te grita. Lo quieres acallar. Juegas con el frasco de las pastillas. Ya tienes preparado tu vaso con agua en el buró. Sabes que terminarás tomándote dos. Pero antes prefieres describirte como una mujer compleja; que tus razones son ocultas para la mayoría de los mortales, por eso no te entienden. Te dijeron alguna vez que eras un espíritu atormentado. Te gustó como se oyó, pero ni eso es verdad. Dentro de ti te sabes ordinaria y sola. No hay un cuerpo que te caliente las noches; no hay un buenos días con una sonrisa por la mañana. No hay quien te cante ni quien te abrace. Odias tus noches de insomnio porque tu interior sale a martillarte el alma.

No puedes más, ya no te importa la cruda y tomas las pastillas. Su efecto, lento, da oportunidad para que tu pensamiento te desnude y te carcoma un poco más de tus entrañas vacías.

viernes, 22 de julio de 2005

La rebelión de los gordos

Lo anterior fue la primera entrega de la esperadísima novela corta La rebelión de los gordos. Una historia de lonjas, pasión, manaties rebolcándose en jacuzzies, violencia, comida, depresión, delgadez, aceptación, resignación y locura.
Espera una entrega a la semana, o no.

jueves, 21 de julio de 2005

El viernes intrascendente de Alejandro

Viernes nocturno otra vez. La semana de Alejandro pasó, como todas, en calma, cumpliendo las funciones del trabajo (sellar de recibido y poner timbres a la correspondencia saliente). Su jefa no estuvo toda la semana. Hubo poco movimiento; los compañeros festejaron el miércoles el cumpleaños de Lolita en “El Pargo”, pero olvidaron invitarlo. Él no lo tomó a mal, era fácil ser olvidado; además en esas reuniones se sentía incómodo, no le interesaba el futbol y no tenía mucho qué platicar. Los chismes de la oficina le interesaban poco y no le gustaba ser el objeto de la burla para amenizar la sobremesa.
Le encantaban los viernes, cuando se daba permiso de comer helado de chocolate mientras veía televisión, después de haber cenado cinco tacos de bistec (que eran los que menos grasa tenían) con una coca de dieta. Las series cómicas del Sony, Fox y Warner, eran sus preferidas; así como las comedias románticas tipo When Harry met Sally y You’ve got mail. Aunque también era un seguidor asiduo de las películas de superhéroes y de comics —la de Sin City, no le gustó; tanta violencia sin sentido fue demasiado para él, además las escenas le desagradaron porque eran como si estuviera viendo en realidad un comic—. Su héroe preferido era Hell Boy, por ser sensible y fuerte a la vez. Lo que más disfrutaba eran las películas que “mostraran como es en realidad el drama humano”, como él decía. Le fascinaban las escenas de amor con encuentros difíciles tipo aeropuerto o sacrificios por el amor. Por eso, su escena preferida era la de Leonardo di Caprio en Titanic, cuando salva a la muchacha y él muere de hipotermia.
Abrió su puerta, la de la vecina estaba cerrada. Una señora “quedada” cincuentona, que presumía mucho haber sido muy guapa de joven, era lo más cercano a una amiga. Su nombre era Pachita, aunque él ocultamente la llamaba “La Peje”, porque era de Tabasco y se comía las eses al hablar. Como no estaba podría entrar a su casa sin tener qué escuchar la mil veces repetida recomendación de “ya búscate una novia; no es normal que un hombre de tu edad viva solo”. La toleraba sólo porque era una fuente inagotable de dietas y ejercicios para bajar la panza. Alejandro se alegró de que esta vez no lo estuviera esperando, la premura era muy grande. Entró, dejó sus llaves y aventó su portafolio a la cama y derechito al baño. Una vez desahogada la urgencia tomó el Men’s Health del mes; le hacía falta leer el artículo del efecto de la nicotina en el organismo. Él no fumaba pero creía importante estar bien informado, sobre todo por fuentes confiables como esa revista que siempre basaba sus artículos en las investigaciones de científicos norteamericanos de universidades reconocidas.
Los infocomerciales no los veía para conciliar el sueño con el sonsonete repetitivo de su contenido y diálogos, sino para mantenerse al día sobre los nuevos avances en la industria de la delgadez. Su casa era todo un almacén de los productos que había adquirido por teléfono. Aparatos para hacer ejercicio como el especial para realizar abdominales sin lastimarse el cuello y la espalda, con el que menos de quince minutos al día prometían adelgazar un montón de kilos al mes; el escalón para los aeróbics, que además de elevar el impacto de los ejercicios protegía, con su avanzada tecnología, los tobillos y la espalada; pesas, gimnasios portátiles... de todo había. Aunque siendo sinceros, Alejandro sólo los probaba unos días y, al no ver los resultados prometidos, no los volvía a utilizar. Prefería los productos orgánicos, como pastillas o polvitos que aseguraban perder peso sin esfuerzos. Su alacena además de paquetes de galletas y cereales integrales, leche dietética en envase tetrabrick, varias latas de atún en agua y algunas pocas especias, contenía todo un arsenal contra la gordura. Compraba todo, pero siempre corroborara que las mercancías fueran orgánicas y que no tuvieran efectos secundarios a la salud. Estaba gordo, quería perder peso, pero no por eso iba a poner en peligro su salud.
Antes de encender la televisión vio que el foquito rojo del teléfono no parpadeaba. Nadie le había llamado a lo largo del día. Tres meses atrás cuando compró e instaló su nuevo teléfono, leyó en el instructivo, que el aparato tenía memoria para almacenar 64 llamadas en el registro identificador. Sólo había 25 números, sin descontar las diez que habían sido números equivocados. Su mamá lo telefoneaba poco. Sacó del refrigerador el envase de nieve, tomó su cuchara preferida, y se sentó a disfrutar su noche. Esta ocasión se había prometido no sentirse solo, ni ponerse melancólico y pensar en lo que era su vida, sino reír con Scrubs, The King of Queens y Fraiser. La película del Fox ya la había visto, así que no tendría qué decidir entre un canal y otro. Los capítulos eran repetidos, pero aún así los disfrutó y cumplió su promesa, la depresión y la tristeza no se habían aparecido. Estuvo cambiando de canales sin ver nada y se detuvo en el comercial de la crema maravillosa para eliminar la celulitis. Le quedaba todavía aproximadamente un cuarto de litro de su delicioso helado. Recordó que todavía había algunas galletas Óreo que compró una ocasión para mitigar la tristeza. Como esta vez no se sentía nada mal, decidió ir por ellas y hacerlas pedacitos y revolverlos en el envase, para lograr potenciar el sabor a chocolate.
Por una extraña razón empezó a sentirse triste. El espacio para SlimFast ocupaba la televisión; ya conocía a detalle su contenido; pero lo que antes le causó esperanza de poder adelgazar rápidamente, sin muchos esfuerzos, ingiriendo solamente un licuado, esta ocasión le provocó una horrible frustración. Siguió al pie de la letra las indicaciones, como era costumbre para él, pero los resultados obtenidos, al final de la semana, fueron dos kilos más. Para complicar aún más su situación recordó que esa misma semana quiso invitar a Carmen, la secretaria del jefe, un café para charlar. Era una mujer muy guapa, al menos así le parecía a Alejandro. A sus 35 tenía un hijo de 11 años, no se había casado y gustaba de leer las novelas de Jasmín cuando desayunaba. Estaba un poco pasada de peso, pero nada que no le sirviera para acentuar sus caderas y sus redondos y duros senos; además su cintura no había desaparecido. Usualmente vestía minifalda y blazer con medias de cuadritos chiquitos. Su cabello largo, bien cuidado, estaba adornado de rayitos rubios y rojos brillantes. De hecho, el único defecto que le veía era que fumaba. Carmen, cuando escuchó la propuesta de su compañero, se sonrió y amablemente explicó que ese miércoles no podía, pero que el viernes lo tenía libre... “O.k. Carmen, ¿entonces el viernes?” Repuso él esperanzado. Pero cuando llegó el día de la cita, Alejandro subió a la oficina de ella sólo para escuchar “¡Ay Fatlex! —así lo llamaban en el trabajo— Fíjate que me salió un compromiso con mi familia que no puedo cancelar, ¿me podrías disculpar? Tuve muchísimo trabajo y olvidé decírtelo a lo largo del día”. Con su clásica amabilidad y caballerosidad, él no se inmutó; le sonrió respondiendo que no había ningún problema y que la comprendía.
Trató de no pensar en el incidente y fue directo al supermercado a comprar una caja de galletas Óreo y disfrutar de su clásico viernes en casa. Pero aquel día algo pasó dentro de él. Cuando se acostó odió, más que nunca, a su cuerpo; se repetía mentalmente “por estar gordo, pendejo, por estar gordo, tú tienes la culpa”. Estuvo revolcándose sin control en la cama; su frustración en vez de deprimirlo, como comúnmente ocurría, le causó desesperación y coraje hacia sí mismo. Se puso de pie; caminó alrededor de su recámara. Sacó la báscula de debajo de la cama y la pateó con toda su rabia. Se arrancó el pijama y miró con mucho odio su redonda figura en el espejo. Empezó a golpearse el cuerpo, sobre todo el estómago. “Eres un pinche gordo horrible, tu tienes la culpa”. Se repetía cada que se daba un puñetazo. La rabia se combinó con el dolor y quiso gritar, llorar con toda su fuerza, pero se reprimió, no quiso molestar a los vecinos y sobretodo no deseaba que se enteraran de que algo le pasaba. Pero era tan grande lo que le ocurría que hundió su cabeza en la almohada y ahogó su grito desesperado. Las lágrimas corrieron incontrolables...
Pero este viernes no haría lo mismo, de hecho evitaba, por todos los medios, recordar ese desagradable incidente. No se lo quiso contar ni a Mari, su psicóloga, porque no tenía caso, además sólo había sido un exabrupto. Él era paciente, y “el que persevera alcanza”, se repetía. Sólo era cuestión de no perder la fe y la calma y lograría deshacerse de su gordura. Así se lo dijo el nutriólogo.
Con miedo de sí mismo, se fue a la cama...

martes, 19 de julio de 2005

La duda

— No quiero volver a verte. Ya no quiero que estemos juntos nuevamente.

— ¿Por qué?

— Porque ya no quiero.

Ana su incorporó de la cama y comenzó a vestirse. Encendió un cigarro. Se sentó en la esquina y sin dejar de darle la espalda se maquilló y cepilló su cabello.

Él apagó el incienso y fumó en un silencio tenso.

— ¿Nos vamos? Tengo que llegar temprano— dijo secamente Ana.

— Sí—. Se vistió y tomó sus cosas de la mesita. Sacó de su bolsa izquierda las llaves del carro y la esperó en la puerta.

El trayecto fue incómodo. No hubo una sola palabra. Ana descendió del carro. Cerró la puerta y se despidió.

— Ana, espera, ¿no crees que sería bueno pensar un poco las cosas? No entiendo por qué quieres hacer esto.

— Porque ya no quiero. Mejor ya me voy. No quiero hablar más. Simplemente ya no quiero verte.

— Ana. Eso lo puedo respetar, pero no entiendo los motivos. No entiendo por qué de pronto ya no quieres que estemos juntos. Yo no lo quiero así, y no me gusta la manera. Es una decisión que es sólo tuya.

— Adiós Chino— sólo eso atinó a decir Ana y caminó rumbo a su casa.

Él movía tanto en sus entrañas que el temor a salir profundamente lastimada era muy grande. A pesar de que el Chino, como ella le gustaba llamarlo, algunas veces quiso ir más allá, ella no se lo permitió. No se sentía segura. Además, no lo creía sincero, o tal vez no se sentía merecedora de vivir algo que le gustara, aunque esto último no lo quiso reconocer.

Por las noches, cuando compartía su cama con un muerto, en medio de la oscuridad pensaba en el Chino. Repasaba, palabra por palabra, la llamada que había tenido con él dos horas atrás. La tesis, las compañeras del trabajo, el conflicto con la hermana mayor. Él indiferente —o al menos así lo sentía ella—parecía no importarle nada. Se concretaba a responder un “mira qué bien”, o su clásico y repetidísimo “no, pos mal rollo”. Cuando ella le preguntaba qué había hecho le contaba del nuevo disco que había comprado, del libro que leía, del ensayo que realizaba o le narraba la nueva película. Pero Ana, se sentía vacía; los sentimientos del Chino permanecían ocultos. Necesitaba escuchar lo que él sentía por ella y esperaba un “te amo” de despedida o un “te extrañé” cuando no se habían reunido ni hablado. No se atrevió a preguntarle directamente qué sentimientos había hacia ella. Ella misma no lo manifestó verbalmente. Sólo podía quemar las sábanas y decirle todo lo que lo amaba con una mirada cuando las respiraciones aceleradas se iban calmando, sintiéndose plena y satisfecha al verlo extasiado. Pero cuando se trató el tema, expresó no querer que pasara de ahí, no quería compartir nada más allá.

Ana empezó a fumar cuando estaba sola; después del trabajo, transcurría su día escribiendo y pensando sobre el Chino. Las tardes se hacían noche y las letras fluían a gran velocidad. Contactar con sus sentimientos, explicarlos y analizar los posibles escenarios no producían en ella sino desilusión y desesperanza. Hundirse en lagos amargos de depresión no le resultaba desconocido. Le asustaba percatarse de la posibilidad de que la vida fuera muy diferente a lo que había vivido. Pero más miedo le producía resultar herida. Por eso decidió no volverlo a ver.

Hacía un mes que no se encontraban. Recibió una llamada, era él.

— Me voy a México, dejaré la ciudad, Ana.

— ¿Siempre sí te vas? Me da mucho gusto por ti. Espero que allá puedas encontrar lo que buscas.

— Gracias Ana. Oye pues me tengo que ir, ya sale mi camión. No quería marcharme sin despedirme de ti.

— Sí, que bueno que llamaste. Te deseo lo mejor. Que estés muy bien y que todo te salga como esperas.

— Gracias Ana, cuídate mucho. Nos vemos.

Era una noche calurosa de mayo, los pensamientos habían ahuyentado al sueño, y Ana salió desnuda a su patio. Encendió un cigarrillo y lo fumó sin prisas, todavía la hacía toser. No se acostumbraba al humo en sus pulmones. Dejó que la vorágine de pensamientos contradictorios se acumulara en su silencio.

No quiero compartir mi espacio. Quiero estar sola y valerme por mí misma, saberme capaz de poder llevar mi casa y mis cosas sin depender económicamente de nadie. Quiero disfrutar mi libertad. Estar con él es muy rico. Pero no más, al día siguiente le comunicaría su decisión. No lo quiero como mi pareja. Creo que no me ama. Me ofrece su apoyo, me pide que lo llame cuando me siento mal. Pero ¿cómo lo voy a hacer, si él no tiene la iniciativa? Lo mejor para los dos será dejarnos de ver. Pero no puedo dejar de disfrutar, incluso en el pensamiento, cuando encendemos la cama, y sentimos las almas entrelazadas elevándose hasta tocar las estrellas y descender en caída libre nuevamente a los cuerpos bañados en sudor.

El frío de una ráfaga de viento de la madrugada hizo que Ana volviera de sus acuosos pensamientos. La dureza y la humedad del banco de madera la invitaron a regresar. La cama crujió con sus movimientos y los sonidos la hicieron recordar aquel sábado en que comieron pollo frito y una Viennetta de vainilla. Los recuerdos en palabras se fueron transformando en imágenes. Ella sentada al borde de la cama y él de pie, frente a ella... el sueño ya se había hecho pesado aunque las imágenes siguieron reproduciéndose como si tuvieran voluntad propia. Ana estaba cada vez más distante de las imágenes, pero se sentía cobijada por ellas. Lo último que pensó fue que a la tarde siguiente lo vería; no le demostraría sino indiferencia y resistiría todos sus embates, aunque quizá harían el amor.

—Lo que tengo ahora me resulta cómodo. No estoy preparada para tomar una decisión y no te quiero lastimar. Por eso mejor no. Tengo mucho miedo y no puedo decidir nada.

—Yo no te quiero presionar Ana. Pero tu pareja en realidad no te mueve profundamente, lo que tienes con él sólo es cómodo en términos prácticos. Sé que eso para ti no es importante, sólo es cómodo. Y no deseo lamentarme después por no haberlo intentado. Nunca has creído completamente lo que siento por ti. Pero te puedo entender. Nuestra historia ha sido complicada. Sólo quería volver a intentarlo para convencerte de que en verdad te amo.

—Por favor, ya no me llames, te lo pido.

—Ana, pero puedo ver lo que sientes por mí. Ayer estuvimos juntos y no te puedo creer que no hayas sentido sino lo mismo que yo. No me engañes, no puedes hacerlo; te conozco. No dejes pasar esto.

—Por favor, ya no me llames.

El silencio que se produce el fin de una conversación telefónica intensa es como caer en un bache mental, en el que las ideas no quedan claras y todavía no se entiende que fue lo que pasó. Muchas veces no es necesario decir mucho. Pero las despedidas, forzadas o no, siempre son intensas.

Ana desayunaba con su pareja. Entre el barullo alcanzó a escuchar como Pedro, amigo de su antigua pareja, comentaba a Arcelia, la mesera, que el Chino se casaba con una rusa que había conocido en Alemania. Ana sintió su estómago contraerse. Una lágrima iba a rodar pero contuvo su caída.

Al medio día Ana regresó a la cafetería y preguntó a Arcelia lo que había escuchado.

— Sí, que viene a Guadalajara a casarse. Que dizque conoció a una rusa en un congreso en Alemania, que no habla nadita de español, pero que muy bonita. Que llegan en quince días...

miércoles, 13 de julio de 2005

Interludio

Para Ángela

Saúl no estaba. Tuvimos que esperarlo en aquellas escalaras oscuras, junto a su departamento, para guarecernos de la lluvia. A lo largo del día me repetiste varias veces que me notabas muy tenso; que me hacía falta relajarme. Por más que te argumenté que sólo era cansancio y falta de dormir, no te convencí. Para ti estaba tenso y nada más.
Llevábamos todo el día juntos, mis bromas te hacían reír, mis comentarios te divertían. De hecho, no dejé de sentir que les sacabas mucho más brillo del que en realidad tenían. El día te parecía fantástico: el sol y el calorcito de verano mitigado por la nieve de yogurt que disfrutaste como niña y lamentaste que se hubiera terminado. Los cuernitos de cajeta y de jamón con queso de la pastelería Croissaint te parecieron simplemente deliciosos. Tu alegría la veía como la que podría sentir una prisionera que acabara de salir de la cárcel. De hecho era así, aunque tu celda no era custodiada, sino era el arrumbamiento que a veces produce compartir el tiempo con alguien.
Desde la primera vez que te vi sentí un fuerte golpe de sangre caliente a la altura del ombligo; descendía vertiginosamente hasta mis piernas y se volvía un remolino que barría todo mi ser y se clavaba justo arribita de mi entrepierna. Pero no te lo dije, no me diste oportunidad, o quizá no la busqué porque tenías tanto qué contarme.
Te imaginaba desnuda, recostada a mi lado, acariciándome los pelitos chinos del pecho, sonriéndome. Tu como esos pensamientos eran completamente nuevos para mí. No hablaríamos, no haría falta. El silencio significaba seguir con los cuerpos enredados, formando uno solo. Imaginaba tu pelo lacio y cortito todo revuelto haciéndome cosquillas y trataba de adivinar a qué olería.
Las charlas sobre cine fueron nuestros primeros acercamientos. Las tardes transcurrían comiendo palomitas de microondas, sentados en la banqueta del Oxxo y compartiendo impresiones sobre De Niro, Hopkins, Allen, Tarantino... La historia no te interesaba mucho, preferías evitar el tema; siempre creíste que no eras buena en eso. Trataba de hablarte de Bloch, Hobsbawn y Zemelman... pero tu preferías las novelas y el conocimiento intuitivo, por eso me recordabas a la Maga y por tu interminable retahíla de preguntas sobre los sentimientos. Me pedías que te platicara de Rosario, mi antigua novia. ¿Cómo la conociste? ¿Qué te gustaba de ella? ¿Por qué la quisiste tanto? No parabas de preguntar. Hacías que me olvidara de mí y me concentrara en ti.
Sabías que no pasaría de invitarte al cine, a jugar billar o a tomarnos unas cervezas. Lo intuiste desde la primera vez que salimos y te conté lo de Rosario.
Fui el primero en sentarme para esperar a Saúl; me seguiste un escalón abajo acomodándote entre mis piernas. Movías el cuello, ahora eras tú quien estaba tensa. En tu sutileza sacaste a colación la película donde un psicólogo enseña a un esposo cornudo a practicar el sexo basado en una filosofía oriental. Entonces conocí tu discurso sobre los efectos relajadores que produce hacer el amor.
Me duele el trapecio, mira, justo aquí --dijiste y acomodaste mi mano sobre tu piel. Fue la primera vez que te toqué y en cuanto lo hice toda la tensión sexual contenida en cada uno se liberó; pude sentir como una ráfaga de viento caliente y pesado que surgió de entre los dos y se elevó envolviéndonos violentamente. Aspiramos esa llama con tanta fuerza que inclinamos nuestras cabezas. Tu alcanzaste mi entrepierna y ahí la dejaste y en eso llegó Saúl con su novia.
Ninguno de los dos escuchamos lo que dijo. Pero oír su voz fue como regresar a la realidad después de haber vivido una ensoñación enardecidamente deliciosa. Me apretaste el muslo con tu mano y nos pusimos de pie. Lo que íbamos a tratar en la reunión lo pasamos por alto. Queríamos los dos salir de ahí de inmediato.
Mientras caminábamos hacia el camión, no nos queríamos separar; pero sabíamos que tenías que irte. Te abracé fuerte al llegar a la esquina y nuevamente se apareció la llama recién encendida entre los dos. Otra vez mis pulmones se llenaron de ti y del olor de tu cabello que era justo como lo había imaginado. Te ruborizaste, casi puedo asegurar que sentías exactamente lo mismo que yo, pero tenías que irte.
--Mañana te veo ¿no?-- no te contesté, me concentré en tus ojos--. Bueno, hasta mañana.
Al día siguiente sólo te miré y nos encaminamos, sin comentar nada, al jardín.
Y ahora estoy aquí nuevamente, después de la historia, trayéndote flores y contándote lo que antes no me permitiste; ya no me interrumpes con tus preguntas pero yaces aquí fría y en silencio.

lunes, 11 de julio de 2005

Chapter XVII

... and the monkey looked up at the stars
and he thought to himself
Memory is a stranger, history is for fools
And he cleaned his hands in the pool of the holy wrinting
Turned his back on the garden and set out for the nearest town
Hold on, hold on soldier
When you add it all up the tears and the marrowbone
There's an ounce of gold and an ounce of pride in each ledger
And the Germas killed the Jews and the Jews killed the Arabs
And the Arabs killed the hostages and that is the news
And isn't any wonder that the monkey's confused
He said Mama, Mama the president's a fool
Why do I have to keep reading this technical manuals
And the joint chiefs of staff and the brokers on Wall Street said
Don't make us laugh you're a smart kid
Time is linear, memory's a stranger
History's for fool, Man is a tool in the hands of the great God Almighty
And they gave him command for a nuclear submarine
in search of the garden of Eden
Roger Waters, Perfect Sense 1

[Traducción libre]
y el mono miró las estrellas
y pensó para sí
la memoria es extraña, la historia es para tontos
y limpió sus manos en la piscina de la escritura sagrada
dio la espalda al jardín y partió al poblado más cercano
Espera, espera soldado
Cuando sumaste todo: las lágrimas y el hueso medular
hay una onza de oro y una onza de orgullo en cada lápida
Y los alemanes mataron a los judíos, y los judíos asesinaron a los árabes
y los árabes mataron a los rehenes y esas son las noticias
Y no es ninguna sorpresa que el mono se haya confundido
Y dijo Mamá, mamá, el presidente es un tonto
¿Por qué debo de seguir leyendo estos manuales técnicos?
El estado mayor y los quebradores de Wall Street dijeron
No nos hagas reir, tu eres un niño inteligente
El tiempo es lineal, la memoria es extraña,
la historia es para tontos, el hombre es una herramienta en las manos del gran Dios todopoderoso
y le dieron el comando de un submarino nuclear
en la búsqueda del jardín del Edén

miércoles, 6 de julio de 2005

Chapter XVI

El sendero por donde giraba pesadamente el carro de Jagganath quedaba salpicado de sangre, sesos y cuerpos triturados. El sacrificio para alimentar la furia implacable de la modernidad ya causaba muchas dudas. Había incluso quienes intentaban escapar de la inmolación, pero el camino era muy angosto y las paredes simbólicas que lo circundaban hacían muy dura esta tarea. Raramente caía un poderoso, pero eran ellos quienes cantaban más alto y hacían sus plegarias con los ojos cerrados, para hacer más evidente su fe, aunque llevaban tras de sí sirvientes golpenado y tumbando a los prójimos. Muy pocos querían seguir en la globalizada procesión pero eran menos los que lograban dejarla atrás.
Las sospechas eran ciertas ya no era Krishna el entronizado sobre el Jagganath sino dos martillos cruzados custodiados por ocho guardianes.

lunes, 4 de julio de 2005

Chapter XV

Con gran afecto a Live8live
... horrorizado Epimeteo trató de detener lo que había iniciado. Con su mano temblorosa cerró la caja y no se dio cuenta de que ella fue la única que quedó dentro; los ocho martillos ya marchaban aplastando y triturando cráneos, quebrando piernas y manos y exprimiendo ojos y lenguas; a su paso no quedaba sembrada sino la desconfianza, la hambruna, la peste y el canibalismo...
Pandora se alegró profundamente al ver que su caja se abría; por un momento sintió que el reinado de Los Ocho iba a llegar a su fin y que la felicidad volvería a poblar los corazones de los humanos; pero cuando vio a Esperanza salir corríendo con su mantón deshilachado y mugriento golpeándose la cabeza queriendo recordar su nombre, no pudo sino apretar sus dientes, puños y ojos para no dejar correr las lágrimas...