lunes, 29 de agosto de 2005

Un paso

Están un poco lejos los cigarros. Tengo cerca de una hora decidiendo si las ganas de fumar son tantas como para soportar el apretón de los músculos y el dolor que se clava en la región lumbar, me congela ambas piernas hasta las rodillas. La taza con el café ya frío está a mi alcance; el cenicero ni pensarlo, lo veo en la distancia en la mesa junto a la cocina, pero el suelo se convierte en uno y las bachichas pueden volar por la ventana, ya han emprendido el viaje cuando menos cinco. El control remoto reposa en mi pecho. Llevo más de siete horas frente al televisor, Band of Brothers, en su capítulo VII “The Braking Point” sigue sin recibir mi atención. La mirada se me pierde en el cuadro de la Maja desnuda que cuelga de la pared, arriba de la colección de “devedes” piratas.
Viene a mi memoria la figura de mi papá inmóvil, tumbado en el piso de la sala, ahogando su dolor con un apretón de labios. Las lágrimas, no deseadas, caminan su rostro hasta quedar convertidas en perlas brillosas colgadas de su lóbulo derecho. Mi madre, cansada por el peso de la vida no se rinde, no pierde la voluntad. Le doy la manta, sin saber qué más puedo hacer. Ella se inclina y la extiende, en silencio, junto a mi padre. Mis hermanas sentadas en el sillón permanecen calladas y quietas. Trabajosa y lentamente mueve su brazo izquierdo por arriba de su cabeza, ase con el brazo derecho la mano de Pedro quien no lo hala, sólo es un punto de apoyo, gira la cintura con un grito callado; mi madre le ayuda con la pierna derecha.
La manta es extendida por mi madre a toda velocidad. “Ya ruédate Carlos”. Nueva serie de lentos movimientos; el fuerte y lastimoso quejido nos desgarra las entrañas a todos, dejándonos apretado el estómago. Después de unos momentos de extrema tensión, en los que la impotencia se nos cuelga pesadamente de los brazos, nos dice con una sonrisa triste: “pórtense bien hijos, ayúdele a su madre”.
Los camilleros gritaron desde la puerta “Carlos Rodríguez González”. “Sí, aquí es, pásense por favor” les responde mi madre. Entran veloces con la camilla. “¿Quihubo don Carlos, el dolor es el la región lumbar verdad? No se ponga duro, por favor, para lastimarlo lo menos posible”. Toman la manta por los extremos y en un rápido movimiento lo tienen encima de la camilla. Salen indiferentes al dolor ajeno. Mi mamá dando indicaciones de comida y cuidado de nosotros a Bety se va detrás de ellos. Me quedé inmóvil escuchando alejarse el sonido de las sirenas.
Por quinta ocasión observas la escena en la que el capitán Spiers corre sin duda ni temor en medio del tiroteo para evitar que los integrantes de la Easy Company mueran por las indecisiones de su teniente, que llora protegiéndose junto a la rueda de la carreta, en la toma del pueblo de Foy. Esa en particular es una de tus favoritas; por eso logró captar nuevamente tu atención y dejas de pensar por un momento. Ya para terminar el capítulo, las ganas de orinar te traen de regreso a la sensación de amenaza ubicada en la espalada baja, que por un momento habías olvidado. La silla con rueditas de tu escritorio está al final del sillón. El dolor te enseñó que el secreto está en el cuidado de los movimientos, sobretodo de las piernas.
Primero los brazos, dos fuertes puntos de apoyo, uno en el respaldo del sillón; el otro en el brazo. Las piernas bien acomodadas horizontales a tu tronco... lo piensas un momento, pero las ganas de mear te apuran. Doblas un poco la espalda, el sudor frío puebla la frente. Nuevamente ahí está la el apretón de una mano helada que te aprieta la columna y extiende sus caricias congeladas hasta las rodillas. Todo se te nubla, por un momento el tiempo se detiene te desvaneces en la punzada que se clava y se clava. No te mueves, quedas inmóvil como esperando que venga una luz azul que te traiga de regreso, pero no existe tal. Por fin reaccionas y respiras trabajosamente, aprovechas el dolor para incorporarte, ya no puede doler más; bajas las piernas y quedas suspendido. Por fin exhalas la gran bocanada que te sacó el coraje. Quedó en tu alcance la silla y la traes hasta el borde del sillón, sabes que ahora sólo será como un desagarramiento de la carne, no habrá apretón, ni tampoco sentirás frío. “Hijo de su pinche madre...” pero lograste acomodar el trasero en la silla. Pasitos cortos, con los talones y las ruedas hacen el resto. Piensas que ya se podría sacar una chambrita con la borra de prójimo que se acumula en la base verde y el mueble de la tele. El alambre cocido ya no cumple ninguna función, pero te dio flojera quitarlo. Crees que será lo primero que hagas una vez que el mantenimiento te arregle y vuelvas a estar en funcionamiento. Por fin llegas a la taza, expeles deliciosamente la orina. El chorrito traicionero no te tocó, pero manchó el asiento de la silla. No te importa, bajas la palanca.
Sergio empezó el capítulo IX, está sentado en el sillón individual de al lado, fumando. “¿Luego, tu. Pos qué andas haciendo?”. “Fui a mear”, sólo respondes eso y le sigue un “Hijo de la chingada, ya quítate, ya quítate...”. No escuchas ningún sonido, por un momento te quedas inmóvil hasta que respiras y sientes como se te relajan los músculos. Te secas el sudor frío con la mano. Pudiste nuevamente regresar al sillón, y te recorres, hasta acomodarte, aprovechando que al apretón te hace mover con más rapidez y menos tiento.
— ¿Cigarrito?
— Cómo no, ahorita nos lo chingamos...
— ¿Dolorcito?
— Ehhhhh, a’i leve, no más lo que es... Qué, ¿tráete el pinche cenicero no? Te lo llevaste hace rato.
— Pos me hubieras dicho, cabrón...
— Pos ¿ya qué?, no te dije.
— ¿Tonces qué mi tullido? ¿Si te quedas hospitalizado el Güero y yo nos podemos chingar tus cigarritos?
— Ni madres, voy a regresar.
— No, pos ya hasta estoy consiguiendo compradores para el concierto de DCD. Pos ya te quedaste tullido, ni modo que puedas ir.
— No, estás guey. Agüevo voy al pinche concierto.
— Mmmmm pos como te ves, a mí se me hace que mejor los vendo.
Suena el teléfono, es tu madre. Sergio te pasa el auricular.
— Si, ya me tomé el “Dafloxén” y la novia de Sergio me trajo más inyecciones de “Doloneuribión”. Al rato me va a llevar Sergio...

“Gracias totales”

lunes, 15 de agosto de 2005

La rebelión de los gordos V

Para Geo con todo mi respeto y cariño

Alejandro después de haber cenado tu rebanada de pan tostado con queso cotage y un jugo de manzana y un café de pie en la cocina sales a la sala y miras el reloj, son las 12: 35 de la madrugada. Esperando que la industria de la delgadez haya sacado al mercado un nuevo producto para perder peso, tomas asiento en tu sillón y enciendes la televisión. En el canal 4 de Televisa Guadalajara transmiten un programa pagado por la Iglesia universal del reino de Dios, un hombre moreno con acento brasileño dice “mientras usted no pare de sufrir los pastores no pararán de hablar...” Luego una inmensa mujer, llamada Josefina Hernández, de cara redonda y unos ojitos verdes que a penas se veían entre las grandísimas mejillas llenas de paño de la mujer quien dice con un tono sumamente triste: “Yo ya no quería vivir...” Te asombras Alejandro ante las dimensiones del personaje; sus brazos parecían jamones embutidos, los codos eran apenas un par de puntos oscuros entre las carnes caídas hacia los costados... abren la toma para mostrar a la entrevistada de cuerpo completo y se le pudo observar estaba sentada en una grandísima silla de ruedas, vestida con una bata floreada de colores amarillos y azules brillantes. Sus piernas quedaban ocultas por la tela, pero parecían un par de costales de papa, flácidos y rugosos. Imaginas la cantidad de celulitis que tendrían esas piernas y se te revuelve el estómago; más aún cuando vio como en a la altura de la panza las carnes caían en ondulaciones formadas por las lonjas sobre las lonjas. Fácilmente esa persona sobrepasaba los 160 kilogramos. Movido por el morbo y la curiosidad no cambias de canal. Quedas atrapado por el programa.
La concentración de Ariadna no es muy buena. De hecho, Coelho esta vez la cansa. Deja descansar al libro en su pecho y se repite la frase “cuando una persona desea realmente algo, el Universo conspira para que pueda realizar su sueño” y piensa en su ideal de hombre: ni muy alto, ni muy chaparro, ni muy gordo, pero tampoco muy flaco, no importa que no tenga mucha dinero, aunque sí el necesario para no pasar hambres. “Nosotros ya no estamos para eso. Dice la Paloma. Pos sí tiene razón... Pero nada más andar ahí de nalgas prontas pos tampoco...” A pesar de que está fuera de los principios en que fue educada, Ariadna recuerda la conversación que escuchó accidentalmente de boca de la China: “El secreto está en esperar un poco para que se pueda lubricar bien y luego sí, a cabalgar como caballito de mar...” Ariadna Se imagina a ella y a Pablo en un jacuzzi. Pero reprime su imaginación al pensarse desnuda. “Voy a parecer un manatí retozando en las aguas burbujeantes de la cosa esa”. Pero su pensamiento es insistente y vienen a ella las imágenes del campanario de la película Nine ½ Weeks. “No, no puede ser, en un lugar público, no claro que no, ni que estuviera loca...” Pero nuevamente se ve embadurnada de chocolate líquido Hershey’s, con los ojos vendados con una mascada y sintiendo la suave y tibia lengua de Pablo recorrer su cuerpo en los lugares más deliciosos; trata de concentrarse en la sensación de un hielo recorrer sus pezones y su estómago hasta los bellos púbicos; arquea su cintura y siente un escalofrío que viaja velozmente por su espina dorsal... o el sabor de una cereza en su boca, enseguida una fresa, luego un apio y termina con un chile jalapeño... “No, basta ¿cómo puede ser que esté pensando estas cosas... Definitivamente creo que voy a necesitar el Halcion”. A su pensamiento llegan los recuerdos de imágenes grotescas de una revista pornográfica de gordas, que alguna vez vio en la secundaria, en la que una mujer de carnes abundantísimas hace el amor con un gordo negro y calvo. No olvida el repulsivo cuadro los dos “toninas” tumbados en una cama quebrada, con una mirada y una carcajada de sorpresa. Ariadna no puede evitar verse como la mujer en la fotografía. “No, definitivamente sería horrible...”
En su testimonio, la mujer sostuvo que había sido muy guapa en su juventud; había tenido un sinnúmero de pretendientes desde su temprana adolescencia y cuando estaba en la preparatoria, conoció a un hombre encantador de quien se enamoró. A los dieciocho años quedó embarazada, pero su pareja, cuando se enteró de que iba a ser padre, entró en pánico y la trató de convencer para que abortara. Con todo el dolor de su corazón tuvo que oponerse y enfrentarlo “¿Cómo iba yo a abortar a mi criatura? Cualquier cosa, menos abortar”. El idílico romance se desvaneció. El novio salió huyendo a los Estados Unidos y Josefina se quedó con sus padres, siendo objeto de su escarnio y su desprecio. Dejó la preparatoria y una vez que dio a luz, sus padres se hicieron cargo de la niña completamente; incluso si la bebé despertaba en la madrugada Josefina se levantaba para atenderla, pero su madre le impedía que la atendiera “Tu ¿qué vas a saber de estas cosas? Vete a tu cama que yo ya me hago cargo...” Los sentimientos de inseguridad y de inutilidad se fueron incrementando en la joven madre. Tuvo mala suerte en las entrevistas de trabajo. “Yo no sabía hacer nada, nunca había trabajado. Mi padre me cumplió siempre todos mis caprichos; pero las cosas salieron mal en su empresa y quebró. Por eso tuve que salir a encontrar un empleo”. No encontraba un lugar hasta que llegó a una oficina de seguros dónde el jefe abusó de ella en la entrevista. Nuevamente quedó embarazada y la despidieron del reciente trabajo y sus padres la corrieron de su casa cuando se alivió del bebé. Con todo el dolor de su corazón se fue dejando atrás a sus dos pequeños hijos. Sin dinero ni a quién poder recurrir, Josefina vagó por las calles, llegando a dormir en bancas de plazas públicas o en pasillos de las estaciones del tren ligero. Hasta que un día una buena mujer la vio muerta de frío envuelta en periódicos y se la llevó a la casa de ricos dónde a cambio de techo, comida y cincuenta pesos semanales, pudo ser sirvienta. “A pesar de mis embarazos todavía conservaba una figura hermosa” dice Josefina con una voz apagada y añade “debido al temor que tenía de quedarme sin trabajo soporté ‘las visitas’ nocturnas que me hacía el depravado de mi patrón. Yo no le podía decir a la patrona lo que ocurría, además todos los días estaba borracha, las compañeras sirvientas me decían que si quería el trabajo debería soportar... No había nadie que me pudiera ayudar, así que decidí comer y comer para perder mi figura y dejar de ser deseable...” Dice la mujer con las palabras ahogadas en lágrimas y explica que como cada día estaba más gorda ya no sólo era violada, sino que además era golpeada. Un día quiso terminar con su tormento y decidió quitarse la vida. “Yo me sentía desolada. No podía acudir con nadie a pedir ayuda y decidí terminar con aquel infierno. Don José, el jardinero de la casa, por casualidad pasó por el cuarto de servicio y la vio cuando se desangraba tirada en el piso. “El me salvó, pero no sólo eso, también me mostró el camino de la luz y de la salvación trayéndome a esta Iglesia de salvación...”
Ariadna deja sus pensamientos; va a la cocina a tomar un poco de agua y el dolor en los tobillos y rodillas le recuerdan que tiene que preparar el desayuno de mañana. “Mmmmm, para lo qué es”. Aún así, se reanima, saca la papaya del refrigerador y le empieza a quitar la cáscara con cierto pesar, la pica en cuadritos pequeños como a ella le gusta y saca del cajón del portagarrafones un par de pastillas de Paracetamol. Las toma con un poco de agua y se lleva consigo, una vez que guardó la papaya en un Tupperware la fruta, su baso de plástico azul para un litro de agua. “Estoy loca, definitivamente estoy loca” dice en voz baja como si alguien la pudiera oír. Apaga la luz de la sala y se da cuenta de que de la casa de se vecino se escucha una melodía de estilo New Age. “Ya ha de andar haciendo sus brujerías la Paloma jotita”. Se acerca a la ventana de la sala y ve que el Chevy azul de Rubén está estacionado frente a los departamentos. “Pos ahora le tocó a la Palomita...”
“Caray, nunca había pensado que alguien pudiera echar a perder su cuerpo como un mecanismo de defensa”. El testimonio de la mujer te impactó profundamente. Cambias de canal y no encuentras ningún infocomercial nuevo. Ves a Andrés García con su bomba de vacío y sientes pena. Sigues recordando las imágenes que dramatizaron los desagradables momentos que vivió Josefina y te entristeces. Apagas el televisor y quieres irte a tu cama, pero no lo haces, te quedas sentado en la sala a oscuras. Quieres pensar cosas agradables, como es tu costumbre cuando sientes una crisis venir, pero sabes que terminarás siendo avasallado por el alud de pensamientos. “No, por favor, esta vez no...”

domingo, 7 de agosto de 2005

La rebelión de los gordos, cuarta entrega

-- ¿Cómo te fue Alejandrito?— Te pregunta doña Pachita quien te esperaba barriendo las escaleras.
--Bien, doña Pachita, bien. Antes de que me diga nada, hoy conocí a una mujer que olía muy rico y le invité un pastel y un café.
--Ey... quién lo viera, ¡que bueno muchacho! Ya ves...
--No, doña, pero pos nomás le invité un café.
--Pos así se empieza Alejandrito, así se empieza. Poco a poco.
--Quién sabe y no me la vuelva a encontrar. Además no me gustó...
--Mmm mi’jo todavía la pides con chongo... No te pongas delicado.
--No... Digo, me llamó la atención porque olía rico nada más. Pero lo más probable es que no la vuelva a ver. No sé ni cómo se llama...
--¿Luego? ¿No le preguntaste su nombre?
--No. Sólo le invité un café.
--!Ay Alejandrito!
Ya ni de Carmen te acordabas. Fue como un exabrupto lo que hiciste, un impulso que salió de tus entrañas libremente, sin que lo cuestionaras o pensaras en él siquiera. Una acción que incluso a ti mismo te sorprendió. ¡Que atrevido! ¿Cómo pude hacerlo?” Te preguntabas y no sabías cómo sentirte si avergonzado porque no había querido charlar contigo o si triunfal porque habías actuado de manera inédita en tu vida... No tenías a nadie a quién contarle el incidente, más que a tu mamá. Pero no lo hiciste. Preferiste extrañamente quedarte en silencio con la casa a obscuras. Ni siquiera encendiste la televisión para que te hiciera compañía.
Tus pensamientos fueron perturbados por el timbre del teléfono cuyo sonido fue como el de una pequeña campana vieja y empolvada que ya olvidó como sonar. Te molestaste porque creías que eran otra vez los de la compañía de gas pidiendo información sobre el paradero de Antonio Olivares... “otra vez estos enfadosos” pensaste y con coraje levantaste el auricular.
--Bueno.
--Sí, ¿Alejandro..?
--Sí.
--Ah, qué bueno que te encuentro. ¿Cómo has estado? Habla Roberto...
--¿Roberto? ¿Qué Roberto? Perdón...
--Roberto, hombre, el de la Arboleda...
--Perdón, pero no recuerdo ningún Roberto...
--Sí, hombre Roberto, el Viejo. Éramos amigos en la infancia. Fui con tu mamá buscándote y me dio este número...
--¿Roberto el Viejo? Hombre, que sorpresa... ¿Cómo has estado?
--Pues bien. Parecía que nunca te ibas a acordar de mí... ¿tú cómo has estado?
--Bien, gracias, tranquilo...
--Ah mira que bueno. Oye, te llamo rápido para informarte que acaba de llegar el Güero de Estados Unidos y tiene ganas de que nos reunamos.
--¿El Güero Humberto? ¿Estaba en Estados Unidos?
--Sí... Ya platicaremos y te informaremos de todo. Te llamo en la semana para confirmar la cita ¿no? Pero no vayas a hacer compromiso. Yo pienso que será como el viernes o el sábado. Pero te confirmo...
--Órale, me llamas...
--Sale pues, mi Alejandro. Te llamo...
--O.K. bye.
Sin duda, este día fue de sorpresas. Le invitas a una mujer un pastel y un amigo a quien tienes fácilmente más de diez años sin ver, te llama para que se reúnan.
Ariadna en el camino a su casa se encontró a la Paloma. O mejor dicho él se la encontró a ella. Salió de la tienda de las nalgonas y le gritó:
--Hola Ari. ¿Pastelito en lunes?
--Hola, Paloma. Pues sí. Uno de doble chocolate con un moka. ¿Gustas?
--Ay no, no puedo comer chocolate, me lo tiene prohibido la homeópata. Me imagino que tuviste mal día... mujer. ¿Y la dieta? Debes de tener más fuerza de voluntad.
--Pues sí, Palomita ¿qué quieres que te diga?
--A mí nada niña, pero debes cuidarte Ari, debes cuidarte. Fui a comprar condones. Al rato viene Rubén...
--¿Rubén, en lunes? Ay Paloma...
--Anda picocaído el pobrecito. Está deprimido. Ha tenido algunos problemas en el trabajo. Tengo que consolarlo...
--Pues qué bueno por ti Paloma.
--¿Y tú, mi niña? ¿Para cuándo? Dale vuelo a la hilacha. Que este cuerpo se nos acaba Ari. De que se lo coman los gusanos...
--Pues no ha llegado mi príncipe azul. Lo estoy esperando.
--Ay mi’ja eso no existe. Ya despiértate de tus ensoñaciones de adolescente pendeja. Uno, a estas alturas, ya no está para eso. Al cuerpo hay que darle lo que necesita. Y como cualquier cosa necesita de mantenimiento, de que unas manos maestras le hagan sentir a uno lo que es rico.
--A lo mejor tienes razón Paloma, pero me estoy esperando.
Llegaron al descanso de las escaleras del tercer piso y se escuchaba “Lo que no fue no será” de José José de la casa de la Paloma.
--¿Y eso Paloma? Ahora no andas despechada...
--No, pero José José es para cualquier ocasión. Pero ahorita cambio el disquito. Bueno chiquita, échale ganas o sea ya coge, pero cuídate ¿eh?
--A lo mejor te hago caso Paloma. ¿Quién sabe..? Buenas noches.
--Buenas noches mi’ja chula.
Extrañamente Ariadna no se sentía cansada y las palabras de la Paloma no la deprimieron como otras ocasiones. Entró a su casa y vio tranquilamente Los Sánchez, deleitándose con su pastel. El moka ya frío lo metió al horno de microondas. Se sentó y trató de no pensar en nada. El atrevimiento de aceptarle al extraño el pastel y la bebida no era el comportamiento adecuado de “una señorita decente” y si se ponía a pensar en ello sentiría el peso de su madre internalizada con su crítica perpetua. Terminó el novela y quiso escribir lo ocurrido en la vida de Claudia y Pablo. El incidente con el extraño era mejor no mencionarlo. Describió con lujo de detalles la información que Jaime le proporcionó de la nueva pareja en la empresa. Aunque no escribió que le preguntó a su informante que si Pablo era parte del club de los corazones podridos. “No, fíjate. De él casi no sé nada. Es muy reservado”. Pero sobre su malestar ni una sola palabra. Extrañamente, en la parte superior de la hoja rosita puso la palabra “Café” con una letra cuidada. No se permitió si quiera escribir unas palabras de lo ocurrido. Era algo muy raro y no dejaba de sentir culpa. Por eso mejor decidió retomar El Zahir de Coelho. Planamente convencida por su novelista preferido creyó que el destino se encargaba de su vida. Se imaginó como una hoja de un árbol movida por el viento, que esperaba caer el piso en el lugar exacto que el destino ya le tenía reservado.
Alejandro nuevamente estás reconstruyendo mentalmente el día. Pero el incidente con Carmen no le diste mucha importancia; sí lo pensaste por un momento, pero extrañamente le diste más atención a tu “atrevimiento” —como calificaste a lo que hiciste en la cafería. Nuevamente sentiste la misma vergüenza como cuando la mujer de aroma magnetizante no aceptó quedarse a charlar. Argumentó que tenía un asunto que atender y que no podía permanecer más tiempo. Fue ahí cuando tu “atrevimiento” te caló. “¿Cómo pude hacerlo?” te sigues preguntando; pero en realidad lo que en el fondo sientes es como si hubieras escalado el Everest; aunque si la acción te la hubieras propuesto estás seguro de que no la hubieras logrado.
Ella salió de la cafetería y sonriendo te dijo gracias. Tu también saliste y te sentaste en las sombrillas junto al estacionamiento que da a Ávila Camacho. La seguiste con la mirada y viste como se contoneaba aquel inmenso trasero, envuelto en una apretada falda café, mientras cruzaba la avenida. Diste un pequeño sorbo al capuchino y cortaste delicadamente la punta de la rebanada, la comiste y volviste a alzar la mirada. La mujer abordó el minibús 641 con dirección a Tabachines. Quisiste imaginar dónde podría vivir de acuerdo a su vestimenta, pero el efecto de pensar en aquella mujer perdió su influencia momentáneamente. Ibas a carcomerte las tripas por Carmen y de ella no te habías acordado desde que el Samsara te cautivó. “Olía muy rico la gordita”. Dijiste y volviste a reconstruir la escena con Ana María...