sábado, 17 de septiembre de 2005

Monólogo polílogo

Sí, también ya me dijiste que la realidad es un acuerdo construido socialmente y que de acuerdo a la física cuántica, esa la de las posibilidades, las concreciones o la solidez de los objetos que supuestamente vemos, son en una mera apariencia, un acuerdo, un decreto que nosotros mismos nos impusimos... Sí, claro que recuerdo cuando me platicaste de la ética dialógica y que niegas la posibilidad de que exista algo que se pueda definir como “lo naturalmente bueno”, porque es una mente consciente la que lo refiere, y al mismo tiempo construye, eso que damos en llamar realidad...
No sé, será que hoy es un mal día, pero no tengo ganas de escuchar esas ondas. El rollo este me da rete harta güeva, especialmente hoy. A mi se me hace que lo que te hace falta es pasar una tarde completa de buen sexo, nada más. Es más hacerlo hasta sería rendirle un tributo a Epicúreo. Sal a la calle, cómprate un guato y fúmate algunos porros, o si te va mejor un gramo y prepárate un par de líneas bien gordas, con eso sería más que suficiente...
No, no, claro que te creo cuando me dices que la ansiedad es producto del mensaje que recibiste... Porque... Sí, pero conocer las causas no te está ayudando a solucionar el problema... Y a ver dime, ¿qué diablos tiene qué ver Habermas con tus rollos? Sería repetir nuevamente la imposibilidad de la redención, tu redención... porque es como si quisieras escribir un cuento, borrando mil veces la primera frase que no te convence, no termina de cuadrarte, no te gusta. ¿Qué diablos me importa como empiece?
Lo mejor sería que no me hicieras caso hoy, vi Happiness de Solondz y la agrurez se me subió a la cabeza... pos ya me conoces, para qué te digo más. Sí, un humor negro muy cabrón. Tomé algunas ideas para la novela... Sí, me gustó mucho pero te hablo de ella porque la reflexión que saqué al final es que algunos de los problemas, la “depre”, la tristeza, la ausencia de sentido, el tan mentado desencanto se debe a que en ocasiones nos sentimos solos y tenemos ganas de coger; o mejor aún creemos estar enamorados cuando nada más tenemos ganas de coger... pero como luego solemos vernos como las grandes complejidades perdemos el foco y buscamos explicaciones donde no las hay... Ya ves, ya me puse tiranetas, me está dando güeva...
¿No será más bien que no acabas de cerrar el círculo? Ya no puedes hacer nada, más que perdonarte... sí, sí, estuvo cabrón, fue muy duro, pero también ya pasó. Ya lo cantó R.E.M. “leaving was never my pride”, pero no tuviste otro recurso, además nadie puede soportar más mierda de la que se da a sí mismo; así que mejor ya no andes con mamadas de que hizo o no hizo. A pesar de tu cansancio pareciera que quieres seguir “desfaciendo entuertos” y peleando contra molinos de viento... allá tu. Igual y puedes convertirte en Sancho Panza...
Decidiste dejar ese centro en el que hacías girar tu mundo porque no había alimento, porque no había una palmadita en la espalda de reconocimiento ni un gracias por esto o esto otro, pero el pedo no era ese, sino haber elegido poner un centro exterior para hacer girar tu mundo. Pero es más ¿a mí qué me importa? es tu rollo. Y si quieres seguir cantando la misma rola hasta te paso la letra, que de tanto oírte, terminé aprendiéndomela: “it’s easier to leave than to be left behind", y si quieres volver a preguntarte la misma cuestión una y otra vez es también cosa tuya: “¿por qué chingados se lo permitiste? ¿Por qué dijiste sí, cuando querías decir que no?” Las respuestas no sirven de nada; puedes seguir inventando otras tantas, pero sería como una computadora que repite la misma acción ad infinitum sin terminar una secuencia de comandos que ya está escrita, sin errores y, lo más importante, concluida. Cuando podría terminar con respuestas tan simples como porque sí, porque fue así, porque ese era en ese momento, y eso me ha hecho ser quien soy ahora.

jueves, 1 de septiembre de 2005

La rebelión de los gordos VI

Ríes avergonzado, cuando en realidad quieres levantarte y partirle a dos o tres la madre. Las carcajadas de todos los presentes incrementan tu bochorno; tu cara hecha un jitomate quiere contraer los músculos, pero luchas con ella para obligarla a sonreír; pero sólo queda en una mueca sin sentido. Sientes los brazos entumidos, el estómago apretado y las piernas llenas de ansias. No sabes qué hacer y quieres incorporarte rápidamente, lo intentas tomando la mesa como punto de apoyo, pero no soporta tu peso. Cae tu vaso lleno de agua de horchata, se quiebra y el líquido rosita se derrama en tu camisa; el plato de ensalada de lechuga con jitomate y apio por poco te cae sobre la cabeza, sólo algunas hojas verdes quedan colgadas de tu cabello.
Alex, que come con Carmen, es el dueño de la carcajada más sonora, mientras que ella correctamente se tapa la boca con la mano mientras se ríe. Los del departamento de contabilidad te señalan con sus manos y se golpean las piernas, Carlitos el borracho, se inclina hacia atrás de la silla, doblándose de la risa; varios incluso chocan sus manos como aplaudiendo, descargando con más fuerza sus carcajadas. Incluso don Pepe, el policía, desde la distancia mira el espectáculo y se ríe, moviendo negativamente la cabeza.
Por fin logras ponerte trabajosamente de pie, quieres gritar “¿de qué se ríen hijos de la chingada?”; agarrar la silla reseca, despedazada y azotarla contra el piso y aventarla por los aires; golpear y patear la mesa; tomar de la camisa a Alex y sonrojarle un madrazo entre ceja, madre y oreja, patear a todos los presentes, Pero nada de eso haces, sólo lo piensas. Tu afán de caerle bien a todo mundo te impide que saques tu furia contra quienes se están burlando de ti. Ni siquiera te puedes reír de ti mismo ante esa vergonzosa situación. Te quedas de pie viendo a los demás... la oleada de burlas empezaba a menguar cuando Alex tuvo que abrir la boca “estas sillas ya no sirven, ¿verdad Fatlex?”, y vuelve a encender las carcajadas. Te quedas callado, no le contestas; no hayas otra cosa qué hacer más que marcharte con la cara colorada, quitándote las hojas de la lechuga de la cabeza y la camisa manchada de horchata.
Vas con la jefa del departamento de compras a hacerle el reclamo de las sillas, pero no se encontraba, había salido a comer. Ana María que estaba parada en la puerta que da al comedor te ve y te pregunta sarcásticamente que te había sucedido. “Nada, se me quebró la silla”. Es lo único que se te ocurre decir, cuando en realidad lo que tus entrañas querían gritarle era“¿Qué no viste pendeja? ¿O de qué te estás riendo, de que por nalgas tienes un par costales de papas?

Subió a la oficina del ingeniero para preguntar si algo se ofrecía, aunque sólo era un pretexto, lo que quería era ir a visitar a Ariadna. Después de un saludo seco, meramente cumplidor, hizo su proceder laboral. Estuvo a punto de decirle que no iba a esperarla toda la vida; los años se habían acumulado sin notarlo y el deseo de formar una familia en la que tuviera hijos y no niethijos ya eran prácticamente una urgencia. Desde que la vio le gustó y le habría encantado tener algo más con ella, así lo intentó. Pero los temores de ella no le permitieron ni siquiera decir lo que en realidad sentía y quería. En cambio, Ariadna quiso confesarle que se sentía avergonzada de haberlo malinterpretado, que ella sólo pensaba que iba por un quickis; un picaflor más como hay tantos; pero que había recapacitado, y se había dado cuenta muy tarde. Sin embargo, ninguno de los dos mencionó lo que en realidad querían. Sólo se vieron en un silencio incómodo, tenso. Las dos miradas apagadas, tristes, semiausentes...
El olor a Brut de Pablo envolvió la oficina. Lupita había ido a comer, Ariadna estaba sola y las cortinas de plástico blancas con rallitas negras estaban cerradas. El aroma la hizo recordar cuando él le regaló la única flor que ha recibido en su vida... sin pensarlo lo vio y se abalanzó contra él y la plantó un sorpresivo beso. Sus dientes chocaron, las bocas no se acomodaron correctamente, pero la acción tuvo su encanto. Fue sólo un piquito, Ariadna reaccionó cuando sintió los labios tibios y suaves de su compañero. Él extrañado, por unos instantes no supo qué hacer. La vio nuevamente sentada en su escritorio y caminó despacio, sin prisas. Se puso a sus espaldas y acarició su cabello, luego su cuello. Vio como los poros del cuello se dilataban y los vellitos se erizaban. Se inclinó y le besó el cuello. Ariadna no pudo contener todo el gemido interno que generaron sus gónadas.
Sintió los labios de Pablo recorrerle el cuello hacia la cara, luego la mejilla izquierda y cuando se estacionó en su boca no se contuvo más. Se empezó a poner de pie, sin dejar de besarlo y tendió sus brazos en el cuello de él. Él sutilmente le acarició la espalda, en círculos lentos, frotándola con un poco de fuerza. Luego bajó los brazos lentamente hasta alcanzarle las nalgas. Primero las reconoció, de borde a borde, de arriba abajo. Enormes y duras. La sensación que producían las medias de licra acentuaban la suavidad y la dureza. Ariadna jugaba con su lengua, como lo había visto en la televisión y tantas veces ensayado frente al espejo del baño. Sintió como las manos de Pablo volvían a subir por su espalda hasta el cuello y siguió subiendo hasta el cabello, revolviéndolo todo. Ella hizo lo mismo con una pasión y una desesperación que no había experimentado nunca.
En la distancias sólo se escuchaba una carcajada o un grito desde el comedor. No había nadie cerca.
Sin dejar su boca empezó a desabotonarle la camisa, ahí frente a su escritorio. Los botones no cedían con facilidad. Tuvo que usar las dos manos. Pablo calmado, tuvo paciencia. Besó su pecho, le mordió la tetilla derecha y empezó a bajar por el estómago. La quiso detener, pero la sensación y la adrenalina eran deliciosas. No podía desajustar el cinto, él la ayudó; el botón del pantalón tampoco cedía. Nuevamente las dos manos. Pablo no usaba calzones, ella pudo verle los enredados vellos púbicos desde el segundo botón. Metió la mano para tomarle el miembro y sacarlo. Ya estaba duro y reposaba en la parte izquierda. Antes de hacerlo volvió a poner atención en los sonidos externos, todo seguía igual. No había amenaza. Lo hizo. Se sentó en su silla y escuchó el gemido de placer de Pablo. Lo asía de las nalgas; deseaba comerlo todo. Él la invitó a pasar al privado del ingeniero. Con los pantalanes abajo caminó dando pasitos; Ariadna le tomó su mano y le abrió la puerta, iba subiéndose ya la falda y queriendo bajar las medias. Pablo con calma le ayudó; por la espalda le acarició los pechos, no eran muy grandes, aunque sí firmes, le desabotonaba la blusa mientras le besaba el cuello. Cayó la prenda y el descendió a besos por la columna, los gemidos callados lo excitaban aún más, bajó besó sus nalgas y la volteó. Ariadna penosa no quería mostrar su sexo, pero él delicadamente firme la forzó. Subió una pierna al escritorio de la computadora y el bebió sus líquidos.
Los pasos de Lupita, la compañera de Ariadna se escucharon subir por la escalera. Ariadna presurosa le pidió a Pablo que saliera por la otra puerta. “Cuál”. “Aquella de allá” te saca a recepción, está abierta”. Se fue detrás de él y rápidamente se acomodó sus ropas.
“¿Ari? ¿Dónde estás?”. “Acá en el baño del ingeniero”. “! Ay, guácala! ¿A poco entras a ese baño?”. “Nada más cuando me quedo sola, porque si voy a otro y suenan los teléfonos no me doy cuenta”.
Ariadna iba a salir temprano ese día, el ingeniero había ido a una reunión política en el Club de Leones, y comerá en el “Santo Coyote”; no regresaría el resto del día, salvo para tener un encuentro con Lupita, la nueva secretaria. Eso lo sospecha Ariadna porque le dio permiso de salir temprano. “Que Lupita te cubra”, lo que quiere decir que el catre que guarda en el closet de la oficina será usado.
Salió del baño con la cara ruborizada. Lupita no lo notó. Sólo le comentó que había un olor extraño, un perfume que ella no conocía. “Ha de ser el de Pablo, vino para preguntar si no hacía falta nada”. “Ah, con razón no lo vi en el comedor”.
Ariadna tomó el ratón y terminó el juego de carta blanca sin pensar en nada. Sacó su Tupperwaer con melón cantalaupe picado y lo comió...