martes, 21 de noviembre de 2006

Carnaval

Solo pude verlo pasar. Mis brazos no alcanzaron ni la cauda de su viento. Grité su nombre y el aire trajo palabras vacías llenas de quejosas razones. Doblé la esquina y todavía lo vi ocultarse detrás de una máscara y enfundarse en un disfraz desgarrado.
Tropezó, en su premura, con las cuerdas que sostenían la polvorienta carpa del ruinoso circo. Apresuré el paso. Crucé el pórtico que soportaba con focos quemados la palabra “Carnivàle”. El polvo se levantó con un viento reseco y frío. Salió volando mi sombrero. Cuando pude abrir los ojos un enano desfigurado detuvo mi paso. “Tu no quieres entrar aquí. Vete. Dame la espalda y vuelve tu andar. Aquí no encontrarás sino muros helados, desencanto y desolación. Vete, tu no eres de aquí. Regresa a tu mundo. No traigas tus palabras, aquí no te queremos escuchar”. Rechinó su voz como un gis reseco sobre un pizarrón viejo. Solo lo vi, no pronuncié palabra y seguí mi camino.
Ojos fundidos salían de los carromatos para mirar mi marcha. Lamentos y amenazas me perseguían. Sentía como desde la oscuridad se iban acercando gritos alienados y carcajadas amargas. La luna quedó oculta y todo fue noche.
Corrí la manta. El público silente compadecido no se movía. Las luces moradas mortecinas iluminaban sus cuerpos decrépitos y rígidos. Llegué justo en el momento en que se arrodilló temblando de miedo frente al Payaso. Miró fijamente la mano apretada y callosa que sostenía el látigo. Sí, supe que disfrutó el chasquido que hizo el látigo en su piel lacerada de años. La audiencia brincó. “Ya no, déjalo, pobrecillo”. Llantos lastimeros y desgarradores salían a una sola voz, como coro griego. “Ya no, déjalo, perdónale su culpa”. Él levantó su cara miró a su verdugo. Sus puños apretados a la altura del pecho cayeron después del primer golpe. Los volvió a juntar y a apretar, un nuevo chasquido le fue prodigado con desprecio y uno más.
“No más por hoy, sal de aquí. Pero sábelo bien, regresarás mañana. Iniciaré el espectáculo contigo”. Dijo el payaso y él corrió a su celda y empezó a limpiar un pulcro caldazo con el estómago apretado. Sus manos asépitcas pulían los barrotes con desesperación. Reía mientras relamía el piso y tallaba con su puño envuelto con el girón de su manga la invisible mancha que vio en el piso.
Abrí la puerta de su celda. Quise abrazarlo. Se arrinconó y mordió con terror el nudo de la soga. “Vete, no te quiero aquí. Vete, sé quién eres. Lárgate. Déjame aquí, mis llagas supuran pus; mis lágrimas son dulces. Mi sepulcro está listo. Déjame solo. Quiero morir en paz. Aquí está limpio, no hay nadie, sólo yo y así quiero estar. El cadalso está listo; ya comprobé la palanca, funciona bien. Pulí las escaleras y el nudo es seguro”.
Sus ojos temblaban al mismo ritmo que su cuerpo. Le tomé las manos. Quiso sacarse. “No, ya no. Estoy aquí”. Lo levanté lo miré fijamente y corrieron sus primeras lágrimas. Lo abracé y salió el bramido más claro y profundo desde los rincones más distantes de sus entrañas.