jueves, 27 de octubre de 2005

Don Polo

Alabado y ensalzado
sea el divino sacramento
en que Dios ocultamente
es de las almas el sustento

Desde muy temprano, en la mañana te veía pasar. Cuando no rezabas, silbabas o cantabas. Saludabas a conocidos y a desconocidos, para comprobar si te encontrabas un ánima, porque ellas no contestan el buenos días. En tus trayectos y en tu labor cantabas “El Alabado”, lo mismo que en los velorios. No te preocupaba que a ti no te lo rezaran y quedaras penando entre este mundo y el otro.
El burro arrastraba sus pesuñas. Ya fuera de ida o de regreso iba casi dormido, con los ojos cerrados; las riendas fueron una costumbre de otro tiempo que no te molestas ya en tomar. Parecía que la bestia conocía el camino y por más lento que avanzaba no la azotabas para apresurar el paso, decías que siempre venía la hora de llegar y de marcharse y que no había manera de cambiar eso. El perro iba adelante, quizá era él quien marcaba la ruta.
A nadie dijiste a donde llevabas los motones de tierra que acarreabas con tu carreta; te veíamos pasar con el alba rumbo al oeste por el Antiguo Camino a Mictlán y en el ocaso, de vuelta. Siempre con tus montones de tierra, aunque si alguien te solicitaba un “viaje”; cortésmente te negabas diciendo que tenías ocupado todo el día. Alguna vez me dijiste que no te gustaba llamarle “tierra”, sino “testigo”, porque decías que eso era: el testigo de tu paso por aquí. No llevabas pala ni pico, sólo portabas la coa para labrar la tierra en las cuestas fértiles del ojo de agua que llamaban “La Caída”. Aquel día me dijiste que “Sólo son montones de tierra que sirven para tapar hoyos diferentes a los que se hicieron para sacarla. Mi labor es llevarla de aquí pa’ya. Nada más. Pero es el testigo que guarda los secretos de lo que ya no tiene que estar aquí. Todo lo oculta, lo pudre y se lo traga. Los huesos le cuestan más trabajo, pero termina haciéndolos polvo, como todo lo demás....”
No tenías día de descanso, ni siquiera guardabas el domingo. Lo único que hacía diferente a ese día, era que te ponías tu chamarra de cobija con cuadros rojos, morados y azules e ibas a misa de seis. Dejabas al burro dormitando en la entrada y el perro se echaba en el umbral de la puerta. Pacientemente te esperaban. Te quitabas el sombrero, te alisabas con las manos medianamente las canas y te santiguabas. Saludabas a los presentes y tomabas tu lugar para escuchar los regaños del padre Alejandro. No contestabas los rezos como los demás, ni cantabas las alabanzas cuando eso se precisaba. Sólo te parabas y te sentabas respetuosamente cuando eso tocaba; por eso te dejaban solo en la banca y te veían feo cuando les extendías la mano empolvada que les ofrecías para darles la paz a tus vecinos. Llegaba el momento en que el padre alzaba la hostia y la copa diciendo “Este es el cuerpo y la sangre de Cristo...” y tu arrodillado, con los ojos cerrados levantabas los brazos y murmurabas palabras que no se te entendían. Luego dejabas que el cura siguiera con su negocio y te sentabas a esperar. No te parabas a hacer fila para comulgar siguiendo a las señoras empañoletadas y a los ancianos arrepentidos.
Decías que no tenía caso ir a comer el panecito reseco que ofrece el cura, porque podías respirar y beber agua y comer tortillas. “El tata grande está en todo y en todos, en el vientecito que sopla, en las hojas verdes del árbol y en las secas que se cayeron para que se vuelvan a componer en tierrita y luego hacerse nuevamente hojas; no hay manera de no cumplir con ese sacramento todos los días. Si no lo hiciéramos nos moriríamos. Levanto las manos para alabarle su muerte, cuando se igualó con todo; la verdadera comunión es cuando nos hacemos tierrita y cuando lo de aquí, aquí se queda y lo que no es de aquí se va a dónde corresponde.
“Esas ideas de que si uno es bienportado se va pa’rriba y si no, pos se chamusca con Luzbel, fueron traídas de lejos; pero aquí se creía que la cosa era diferente, se llega, se pasa y se va al lugar de los descarnados, donde el andar no se termina nunca. La preocupación no era chamuscarse, sino quedarse atrapado aquí, ocupando un lugar que ya no le corresponde, porque el cuerpo se echa a perder y las ánimas quieren seguir aquí. Ese sí es problema, o los que siguen aquí, sintiendo y deseando ya no estar, pero esas son pendejadas de gente que no tiene problemas y nomás se los está inventando”.
Me fui detrás de ti, a buena distancia para que no sintieras mi presencia. Fue lento el camino. La mañana era fresca y el rocío llenaba de gotitas a las yerbas que crecen a un lado de la brecha. Por fin llegaste a La Caída y yo me escondí en los pinitos, a unos metros detrás de tí. Te bajaste de la carreta y te sentaste justo a la orilla del precipicio, viendo el agua. El burro dobló la pata delantera izquierda y se quedó dormido y el perro se echó a tu lado; le acariciaste la cabeza y te movió la cola. Luego parecía que hablabas con alguien, incluso alcanzaba a escuchar murmuros sordos; te incorporaste y empezaste a entonar “El Alabado”, santiguaste la tierra y la empezaste a bajar con las manos tapando el hoyo que había al lado de la carreta. Sin voltear a ver a dónde yo me encontraba, me gritaste “Chino, vente y ayúdame a tapar este hoyo”. Cuando llegué a tu lado recogiste la pala y me la extendiste. “Ándale, súbete para que sea más fácil”. En silencio los dos tapamos el hoyo; luego, sin decir nada me invitaste a sentar. Me ofreciste agua y nos quedamos viendo el horizonte despejado.
No resistí más la tentación.
— Don Polo y ¿para qué tapas el hoyo con la tierra que traías?
— Para acordarme.
— ¿Acordarte de qué?
— De que la vida en la tierra es un ir de aquí para allá destapando unos hoyos para tapar otros.
— Pero ¿para qué hacer hoyos si luego los vas a volver a tapar?
— Mi tarea es acarrear tierra, destapar unos hoyos y luego tapar otros, no preguntarme para qué lo hago. Tú eres muy preguntón... Yo creo que si un propósito tendría lo que hago es recordarme que me voy a morir. A mí me enseñaron que la muerte es buena consejera, y trato de escucharla cuando me habla, por eso pienso mucho en ella. No porque ya me quiera morir, sino simplemente para que cuando llegue no me agarre desprevenido y luego andar con tiznaderas de quedarse varado aquí... Más allá de eso, no creo que tenga ningún propósito lo que hago; pareciera una pena que es muy parecida a la que le dieron al hombre más astuto que ha pisado esta tierra, pero yo no la veo así. Nomás me gusta andar de aquí pa’ya andando los pasos que presenta la vida...
Ira, ¿ya viste lo que hay allá abajo?
— ¿’Onde? No veo nada.
— Es un ánima. ¿A poco de veras no la ves? Me gusta venir a sembrar a La Caída porque aquí luego viene mucha ánima en pena convencida de que ya no tiene asunto y que se debe ir a Mictlán. Yo les rezo y les canto. Vienen, me platican sus cosas y luego se meten al pozo para ya no volver más aquí...
No sabía, que aquel día sería el último que hablaría contigo. La vida me llevó por otros rumbos, me fui a la escuela y leí muchos libros. Aprendí palabras complicadas y elegantes que nombraban tus creencias y lo que tú vivías: supe del panteísmo y de Sísifo... Y ahora vuelvo a La Caída con mi camioneta copeteada de tierra y me doy cuenta que me dejaste un hoyo sin tapar; las lluvias y el tiempo no lo hicieron desvanecer y nada ha hundido sus raíces aquí. Tomé tu costumbre de saludar a conocidos y a extraños y comprobé que el mundo está lleno de ánimas. No sé si te quedaste atorado entre este mundo y el otro, pero aquí estoy don Polo, tapando el hoyo que me dejaste: Alabado y ensalzado
sea el divino sacramento...

lunes, 10 de octubre de 2005

El Alabado

Tu pesado sueño esta ocasión falló. “Pos yo me acuesto a dormir, no a ver qué pasa durante la noche”, pero no fue así. No porque tuvieras penas, rencores o porque tus secretos te martillaran con el silencio del mundo, simplemente el sueño no quiere llegar. Evocas el viaje frustrado a los Guachimontones de Teuchitlán e incluso sonríes con las imágenes del juego que inventaste con los niños para salvar medianamente de la apatía aquella tarde; pero con estos llegaron otros que no deseabas: el Espinazo del Diablo emerge imponente con una luna ensangrentada y la caída hacia el barullo de los píes ampollados y los fervores con pus y sudor de inmolación; la laguna negra de noche sin luz y sin estrellas compartiendo el silencio que empolva y esclerotiza los corazones; ella llorando te pide perdxón con un abrazo vacío...
Los cigarros y el café se agotaron con aquellos amoratados recuerdos. De seguro dejaste de luchar para encontrar la mejor posición y los pensamientos se hicieron nubes con viaje descontrolado, pero sin tu atención.
Sientes que no ha pasado mucho tiempo, pero tu playera húmeda y el sudor en tu cuello, delatan al menos una hora. No es el sonido de las campanas lo que te despierta, sino las voces chillonas de ancianas que entonan “El Alabado” para encaminar las almas pecaminosas al cielo. En casa de Luisa tienen a la virgen... No quieres darle importancia. Ya muchas veces has escuchado las campanadas y “Las mañanitas” en la madrugada. “Lo bueno es que no traen cohetes”.
Pero hay algo que no es normal, las campanas son roncas y rodean el tiempo haciendo vibrar el espacio; vienen de todos lados sin explicación. Tu pensamiento nublado intenta encontrar respuestas pero la combinación del sueño amplía sus alcances. Un llamado como el de la media noche de Dolores; las trompetas de plata del juicio final, cuerpos en su última marcha al camposanto, con procesión de muertos rezanderos. Los Alabados son de las mujeres sin rostro de paños oscuros. Lastimosos rezos implorando perdón que expande la oscuridad e introduce al corazón sombras quebradas con filos cortantes.
Estás casi seguro de que en cualquier momento podría aparecer doña Eduviges para prepararte el desayuno o que Damiana te diría que todos en tu casa están muertos y que la ruinosa casa no es sino el vestigio de una vida que quedó dormida en un pasado sin tiempo que te afanas en recordar.
Quieres incorporarte, las campanas se van alejando, sientes como el dolor se te mete al cuerpo por las desgarradas y lejanas voces de “Perdónalo, perdónalo”, pero temes que sea real.

martes, 4 de octubre de 2005

Una semana sin alma

Caminé tus calles desiertas y frías de amanecer dormido. Ahora no tuve ojos para quedar cautivado por tu imponente monumentalidad y caos; ni tuve oídos para sorprenderme por tus ruidos y sonidos enajenantes.
Mi aletargamiento enterró mis sentidos, no hubo sorpresas ni la atracción repulsiva que siento por ti. Quise verte con ojos grises. Creí estar seguro de que ya no me impones; incluso viajé sin mapa, creyendo que ya me eres familiar. Ahí estaba tu plaza llena de focos con colores patrios, pero me los mostraste apagados. Ahí estaban tus ruinas prehispánicas o coloniales, mas no ingresé a sus puertas, ahí estaba tu gente, los ruidos de denuncia, los danzantes reviviendo un pasado resemantizado, pero mi visión de ti no estaba.
Antes te encontraba maravillosa en tu más absurda cotidianidad, en tus pululantes calles, en el olor de tu Merced, en el indigente dormido en la calle, en el Metro, en las gorditas de masa verde, en tus ruinas, en tu inmensidad... todo estaba ahí, pero no era. No había brillo ni alma en tí, o ¿quizá faltaba la mía?
Pretenciosa con tus ojos en mi vacío, apretabas los labios para no soltar la carcajada, pero tu burla goteaba de tus ojos llorosos. Te vi pasar y sólo encendiste tus lámparas amarillas de luz mortecina, haciéndote ausente.
Una semana desolada, vacía gritando el silencio, viendo al abismo, golpeando mi ausencia, ahogando mis pensamientos. No llegaban las respuestas sólo estabas tu arrinconada en mi olvido, rasgándome la espalda, rumiándome las tripas, bebiéndote mi sangre.
El aire se hizo denso como agua, el frío se colaba frente a la televisión; repetía “Saltarello” pero había perdido su presencia divina esperanzadora, se repetía estúpidamente, pero no llegaban los sonidos metálicos que anunciaban su presencia, era sólo un martilleo de piedra cansado, inútil. El cigarro terminó por consumirse solo y afuera tu vida giraba, tu gente trabajaba y yo prefería quedarme muerto golpeando mi ausencia.

domingo, 2 de octubre de 2005

DCD en México

... y Apolo y Dionicio se hicieron una gota



Siempre que escucho a Dead Can Dance no dejo de relacionar su música con el rollo de Nietzsche. El Güero me ha criticado porque cree que le daría un infarto al bigotón que intento asesinar a dios y a la metafísica, pues si algo resalta DCD es precisamente lo que no está aquí en términos materiales, la intuición y lo oculto. Quizá tenga razón el quesero, aún así al escuchar los sonidos de DCD vuelvo a recordar las imágenes del Zaratustra, o el inicio del Nacimiento de la Tragedia...
Lisa Gerrard vestida completamente de amarillo; Brendan Perry más panzón y pelón a rapa, con camisa tinta y pantalón de mezclilla. El escenario pobre, percusiones muchas, tres guitarras y un bajo, todos acústicos, al igual que el dodecacordio, una caja de sonidos, un sintetizador, seis músicos. Ni cortinitas, ni más iluminación que la del Auditorio Nacional. Un par de pantallas colgadas a los lados y más nada.
Puntuales, no hicieron esperar, los primeros acordes de “Nierika” convirtieron en tsunami la ola de aplausos que estalló cuando Lisa y Brendan tomaron sus lugares e hicieron lo suyo. Spiritchaser fue su último disco y en él son claras las evocaciones al mundo chamánico de Carlos Castaneda y a la música de Jorge Reyes.
Lisa con sus palabras sin significado racional retumbaban con fuerza en el corazón. Sus ojos cerrados, mirando el abismo al que invitaba, siempre con su cara cargada a su derecha, inmóvil; sólo vibraba su voz y con ella nos apabullaba; incluso los cuerpos se inclinaban ante aquel peso de tristeza, de compasión, de dolor, de la desolación que ella transmitía. Con canciones como “Compassion”, “Sanvean” o “The Wind That Shakes The Barely” comulgábamos en los océanos profundos y oscuros de Lisa.
Los aplausos rompían el silencio que producía el fin de la pieza, ella aprovechaba para pedir agua o café y luego beberlos; mientras que Brendan aligeraba un poco el ambiente con los acordes de su dodecacordio, con piezas como “American Dreaming”, “Rakim” o “Yulunga” pero nuevamente venía la ondulación; no hubo valles, o fueron muy pequeños, eran cuestas que bajaban hasta que empezaban a subir, para después descender nuevamente.
“Saltarello”, que desde luego agradecí profundamente, en una versión muy corta y sin flautas, fue el inicio del repertorio conocido. De canciones de discos como Aion, en el que las voces de la Europa medieval y del renacimiento reconocen que “la muerte sabe bailar”, Into the Labyrinth, que nos recuerda a la tradición clásica mediante Ariadna que ayuda Perseo a escapar del laberinto y del minotauro; o Serpent’s Egg que explora la influencia de la África negra y del mundo musulmán, pero ante todo turco. Mas Brendan se está encontrando ahora con el folk celta de su querida y desarmada Irlanda, cuya expresión y sentimiento emplea para ponerse tiranetas y criticar el mundo actual que quiere perder el corazón por su empecinamiento de alcanzar el American Dream.
Muy pocas improvisaciones de Lisa, una que otra de Brendan, quien al final de varias piezas decía su “Gracias” intentando ocultar el acento británico.
Sin duda largo y profundo fue el viaje que nos ofreció esta alma dividida en dos pero unida en su dialéctica dionisiaca-apolínea, que deja de ser rígida, inmóvil y gira: la irracionalidad pierde sus fronteras con la racionalidad, dejan de ser bloques divididos, terminados, cuadrados y se hacen una gota que adoptar la forma de lo que es y no deja de reconocer que se trata ante todo del “Enigma of the Absolute”. ¿Será por eso que Lisa canta sin palabras? Un intento de alcanzar la crudeza esencial humana que lucha por sobrepasar los limitantes culturales de las visiones del mundo. Por un momento él dejó de ser irlandés y ella australiana y yo mexicano y nos alzamos o descendimos, como se quiera ver, a lo simplemente humano. What ever...
Tuve la fortuna de presenciar el resurgimiento, después de once años que no hacían giras y de 5 que habían declarado su desintegración en aquella fatídica sesión de grabación del disco que no fue. Dead Can Dance el jueves otoñal 29 de septiembre de aquella semana extrañísima que pasé en los “Defes”.