martes, 29 de noviembre de 2005

Desde un cometa y fuera del mundo. O de cómo la vacuidad teleológica crea risas para continuar en la vida

Detengo al mundo, desciendo de él, me siento en el comenta más cercano y comienzo a fumar, para con mi humo conformar su cauda.
No recuerdo ni a Orfeo ni a Sísifo pues no hay estrellas. Sólo veo galaxias alejándose entre sí, hacia el final. Dentro de poco llegarán a donde quedará nada. Ni palabras, ni pensamientos, ni tiempo, ni espacio. Sus inconmensurables e incandescentes masas se apagarán y su materia será devorada por el vacío.
Nada permanecerá, ni restos de estrellas, ni materia, ni luz, ni siquiera antimateria, que, por menos que se quiera, es algo.
No quedará ni tan solo una mente creadora. No habrá nadie para nombrar a dios.
Doy la última fumada a mi cigarro que ya se acaba y espero a que se consuma hasta la última braza del tabaco.
Así, en medio de esta vacuidad teleológica, me surge la risa de no tomarme en serio y desciendo al mundo para continuar en el trajín de esta vida en la que nada importa.

martes, 15 de noviembre de 2005

Don't fade away

Te has empolvado un leve. Lo sé, ahorita me está urgiendo el juego con los números. No desesperes, ténme pasciencia que en largas tardes y noches frías nos recrearemos haciendo el amor, fumando ideas sudadas, creando imágenes imposibles, asesinando dioses y burlándonos de la razón. También pelearemos, te manderé a la chingada y tu harás lo propio, dormiremos separados y a mitad de la noche me despertarás ofreciéndome café con belladona para volar entre elfos, gnomos y entes.
Sé que es noviembre y no ha habido ninguna entrada.
No desvanezcas. Sigue hablándome, sigue nombrándome y sigue creándome que pronto ya estaré aquí danzando contigo al rededor de la fogata del árbol al centro del jardín para recrearnos con el fuego y los alaridos de las chispas.

jueves, 27 de octubre de 2005

Don Polo

Alabado y ensalzado
sea el divino sacramento
en que Dios ocultamente
es de las almas el sustento

Desde muy temprano, en la mañana te veía pasar. Cuando no rezabas, silbabas o cantabas. Saludabas a conocidos y a desconocidos, para comprobar si te encontrabas un ánima, porque ellas no contestan el buenos días. En tus trayectos y en tu labor cantabas “El Alabado”, lo mismo que en los velorios. No te preocupaba que a ti no te lo rezaran y quedaras penando entre este mundo y el otro.
El burro arrastraba sus pesuñas. Ya fuera de ida o de regreso iba casi dormido, con los ojos cerrados; las riendas fueron una costumbre de otro tiempo que no te molestas ya en tomar. Parecía que la bestia conocía el camino y por más lento que avanzaba no la azotabas para apresurar el paso, decías que siempre venía la hora de llegar y de marcharse y que no había manera de cambiar eso. El perro iba adelante, quizá era él quien marcaba la ruta.
A nadie dijiste a donde llevabas los motones de tierra que acarreabas con tu carreta; te veíamos pasar con el alba rumbo al oeste por el Antiguo Camino a Mictlán y en el ocaso, de vuelta. Siempre con tus montones de tierra, aunque si alguien te solicitaba un “viaje”; cortésmente te negabas diciendo que tenías ocupado todo el día. Alguna vez me dijiste que no te gustaba llamarle “tierra”, sino “testigo”, porque decías que eso era: el testigo de tu paso por aquí. No llevabas pala ni pico, sólo portabas la coa para labrar la tierra en las cuestas fértiles del ojo de agua que llamaban “La Caída”. Aquel día me dijiste que “Sólo son montones de tierra que sirven para tapar hoyos diferentes a los que se hicieron para sacarla. Mi labor es llevarla de aquí pa’ya. Nada más. Pero es el testigo que guarda los secretos de lo que ya no tiene que estar aquí. Todo lo oculta, lo pudre y se lo traga. Los huesos le cuestan más trabajo, pero termina haciéndolos polvo, como todo lo demás....”
No tenías día de descanso, ni siquiera guardabas el domingo. Lo único que hacía diferente a ese día, era que te ponías tu chamarra de cobija con cuadros rojos, morados y azules e ibas a misa de seis. Dejabas al burro dormitando en la entrada y el perro se echaba en el umbral de la puerta. Pacientemente te esperaban. Te quitabas el sombrero, te alisabas con las manos medianamente las canas y te santiguabas. Saludabas a los presentes y tomabas tu lugar para escuchar los regaños del padre Alejandro. No contestabas los rezos como los demás, ni cantabas las alabanzas cuando eso se precisaba. Sólo te parabas y te sentabas respetuosamente cuando eso tocaba; por eso te dejaban solo en la banca y te veían feo cuando les extendías la mano empolvada que les ofrecías para darles la paz a tus vecinos. Llegaba el momento en que el padre alzaba la hostia y la copa diciendo “Este es el cuerpo y la sangre de Cristo...” y tu arrodillado, con los ojos cerrados levantabas los brazos y murmurabas palabras que no se te entendían. Luego dejabas que el cura siguiera con su negocio y te sentabas a esperar. No te parabas a hacer fila para comulgar siguiendo a las señoras empañoletadas y a los ancianos arrepentidos.
Decías que no tenía caso ir a comer el panecito reseco que ofrece el cura, porque podías respirar y beber agua y comer tortillas. “El tata grande está en todo y en todos, en el vientecito que sopla, en las hojas verdes del árbol y en las secas que se cayeron para que se vuelvan a componer en tierrita y luego hacerse nuevamente hojas; no hay manera de no cumplir con ese sacramento todos los días. Si no lo hiciéramos nos moriríamos. Levanto las manos para alabarle su muerte, cuando se igualó con todo; la verdadera comunión es cuando nos hacemos tierrita y cuando lo de aquí, aquí se queda y lo que no es de aquí se va a dónde corresponde.
“Esas ideas de que si uno es bienportado se va pa’rriba y si no, pos se chamusca con Luzbel, fueron traídas de lejos; pero aquí se creía que la cosa era diferente, se llega, se pasa y se va al lugar de los descarnados, donde el andar no se termina nunca. La preocupación no era chamuscarse, sino quedarse atrapado aquí, ocupando un lugar que ya no le corresponde, porque el cuerpo se echa a perder y las ánimas quieren seguir aquí. Ese sí es problema, o los que siguen aquí, sintiendo y deseando ya no estar, pero esas son pendejadas de gente que no tiene problemas y nomás se los está inventando”.
Me fui detrás de ti, a buena distancia para que no sintieras mi presencia. Fue lento el camino. La mañana era fresca y el rocío llenaba de gotitas a las yerbas que crecen a un lado de la brecha. Por fin llegaste a La Caída y yo me escondí en los pinitos, a unos metros detrás de tí. Te bajaste de la carreta y te sentaste justo a la orilla del precipicio, viendo el agua. El burro dobló la pata delantera izquierda y se quedó dormido y el perro se echó a tu lado; le acariciaste la cabeza y te movió la cola. Luego parecía que hablabas con alguien, incluso alcanzaba a escuchar murmuros sordos; te incorporaste y empezaste a entonar “El Alabado”, santiguaste la tierra y la empezaste a bajar con las manos tapando el hoyo que había al lado de la carreta. Sin voltear a ver a dónde yo me encontraba, me gritaste “Chino, vente y ayúdame a tapar este hoyo”. Cuando llegué a tu lado recogiste la pala y me la extendiste. “Ándale, súbete para que sea más fácil”. En silencio los dos tapamos el hoyo; luego, sin decir nada me invitaste a sentar. Me ofreciste agua y nos quedamos viendo el horizonte despejado.
No resistí más la tentación.
— Don Polo y ¿para qué tapas el hoyo con la tierra que traías?
— Para acordarme.
— ¿Acordarte de qué?
— De que la vida en la tierra es un ir de aquí para allá destapando unos hoyos para tapar otros.
— Pero ¿para qué hacer hoyos si luego los vas a volver a tapar?
— Mi tarea es acarrear tierra, destapar unos hoyos y luego tapar otros, no preguntarme para qué lo hago. Tú eres muy preguntón... Yo creo que si un propósito tendría lo que hago es recordarme que me voy a morir. A mí me enseñaron que la muerte es buena consejera, y trato de escucharla cuando me habla, por eso pienso mucho en ella. No porque ya me quiera morir, sino simplemente para que cuando llegue no me agarre desprevenido y luego andar con tiznaderas de quedarse varado aquí... Más allá de eso, no creo que tenga ningún propósito lo que hago; pareciera una pena que es muy parecida a la que le dieron al hombre más astuto que ha pisado esta tierra, pero yo no la veo así. Nomás me gusta andar de aquí pa’ya andando los pasos que presenta la vida...
Ira, ¿ya viste lo que hay allá abajo?
— ¿’Onde? No veo nada.
— Es un ánima. ¿A poco de veras no la ves? Me gusta venir a sembrar a La Caída porque aquí luego viene mucha ánima en pena convencida de que ya no tiene asunto y que se debe ir a Mictlán. Yo les rezo y les canto. Vienen, me platican sus cosas y luego se meten al pozo para ya no volver más aquí...
No sabía, que aquel día sería el último que hablaría contigo. La vida me llevó por otros rumbos, me fui a la escuela y leí muchos libros. Aprendí palabras complicadas y elegantes que nombraban tus creencias y lo que tú vivías: supe del panteísmo y de Sísifo... Y ahora vuelvo a La Caída con mi camioneta copeteada de tierra y me doy cuenta que me dejaste un hoyo sin tapar; las lluvias y el tiempo no lo hicieron desvanecer y nada ha hundido sus raíces aquí. Tomé tu costumbre de saludar a conocidos y a extraños y comprobé que el mundo está lleno de ánimas. No sé si te quedaste atorado entre este mundo y el otro, pero aquí estoy don Polo, tapando el hoyo que me dejaste: Alabado y ensalzado
sea el divino sacramento...

lunes, 10 de octubre de 2005

El Alabado

Tu pesado sueño esta ocasión falló. “Pos yo me acuesto a dormir, no a ver qué pasa durante la noche”, pero no fue así. No porque tuvieras penas, rencores o porque tus secretos te martillaran con el silencio del mundo, simplemente el sueño no quiere llegar. Evocas el viaje frustrado a los Guachimontones de Teuchitlán e incluso sonríes con las imágenes del juego que inventaste con los niños para salvar medianamente de la apatía aquella tarde; pero con estos llegaron otros que no deseabas: el Espinazo del Diablo emerge imponente con una luna ensangrentada y la caída hacia el barullo de los píes ampollados y los fervores con pus y sudor de inmolación; la laguna negra de noche sin luz y sin estrellas compartiendo el silencio que empolva y esclerotiza los corazones; ella llorando te pide perdxón con un abrazo vacío...
Los cigarros y el café se agotaron con aquellos amoratados recuerdos. De seguro dejaste de luchar para encontrar la mejor posición y los pensamientos se hicieron nubes con viaje descontrolado, pero sin tu atención.
Sientes que no ha pasado mucho tiempo, pero tu playera húmeda y el sudor en tu cuello, delatan al menos una hora. No es el sonido de las campanas lo que te despierta, sino las voces chillonas de ancianas que entonan “El Alabado” para encaminar las almas pecaminosas al cielo. En casa de Luisa tienen a la virgen... No quieres darle importancia. Ya muchas veces has escuchado las campanadas y “Las mañanitas” en la madrugada. “Lo bueno es que no traen cohetes”.
Pero hay algo que no es normal, las campanas son roncas y rodean el tiempo haciendo vibrar el espacio; vienen de todos lados sin explicación. Tu pensamiento nublado intenta encontrar respuestas pero la combinación del sueño amplía sus alcances. Un llamado como el de la media noche de Dolores; las trompetas de plata del juicio final, cuerpos en su última marcha al camposanto, con procesión de muertos rezanderos. Los Alabados son de las mujeres sin rostro de paños oscuros. Lastimosos rezos implorando perdón que expande la oscuridad e introduce al corazón sombras quebradas con filos cortantes.
Estás casi seguro de que en cualquier momento podría aparecer doña Eduviges para prepararte el desayuno o que Damiana te diría que todos en tu casa están muertos y que la ruinosa casa no es sino el vestigio de una vida que quedó dormida en un pasado sin tiempo que te afanas en recordar.
Quieres incorporarte, las campanas se van alejando, sientes como el dolor se te mete al cuerpo por las desgarradas y lejanas voces de “Perdónalo, perdónalo”, pero temes que sea real.

martes, 4 de octubre de 2005

Una semana sin alma

Caminé tus calles desiertas y frías de amanecer dormido. Ahora no tuve ojos para quedar cautivado por tu imponente monumentalidad y caos; ni tuve oídos para sorprenderme por tus ruidos y sonidos enajenantes.
Mi aletargamiento enterró mis sentidos, no hubo sorpresas ni la atracción repulsiva que siento por ti. Quise verte con ojos grises. Creí estar seguro de que ya no me impones; incluso viajé sin mapa, creyendo que ya me eres familiar. Ahí estaba tu plaza llena de focos con colores patrios, pero me los mostraste apagados. Ahí estaban tus ruinas prehispánicas o coloniales, mas no ingresé a sus puertas, ahí estaba tu gente, los ruidos de denuncia, los danzantes reviviendo un pasado resemantizado, pero mi visión de ti no estaba.
Antes te encontraba maravillosa en tu más absurda cotidianidad, en tus pululantes calles, en el olor de tu Merced, en el indigente dormido en la calle, en el Metro, en las gorditas de masa verde, en tus ruinas, en tu inmensidad... todo estaba ahí, pero no era. No había brillo ni alma en tí, o ¿quizá faltaba la mía?
Pretenciosa con tus ojos en mi vacío, apretabas los labios para no soltar la carcajada, pero tu burla goteaba de tus ojos llorosos. Te vi pasar y sólo encendiste tus lámparas amarillas de luz mortecina, haciéndote ausente.
Una semana desolada, vacía gritando el silencio, viendo al abismo, golpeando mi ausencia, ahogando mis pensamientos. No llegaban las respuestas sólo estabas tu arrinconada en mi olvido, rasgándome la espalda, rumiándome las tripas, bebiéndote mi sangre.
El aire se hizo denso como agua, el frío se colaba frente a la televisión; repetía “Saltarello” pero había perdido su presencia divina esperanzadora, se repetía estúpidamente, pero no llegaban los sonidos metálicos que anunciaban su presencia, era sólo un martilleo de piedra cansado, inútil. El cigarro terminó por consumirse solo y afuera tu vida giraba, tu gente trabajaba y yo prefería quedarme muerto golpeando mi ausencia.

domingo, 2 de octubre de 2005

DCD en México

... y Apolo y Dionicio se hicieron una gota



Siempre que escucho a Dead Can Dance no dejo de relacionar su música con el rollo de Nietzsche. El Güero me ha criticado porque cree que le daría un infarto al bigotón que intento asesinar a dios y a la metafísica, pues si algo resalta DCD es precisamente lo que no está aquí en términos materiales, la intuición y lo oculto. Quizá tenga razón el quesero, aún así al escuchar los sonidos de DCD vuelvo a recordar las imágenes del Zaratustra, o el inicio del Nacimiento de la Tragedia...
Lisa Gerrard vestida completamente de amarillo; Brendan Perry más panzón y pelón a rapa, con camisa tinta y pantalón de mezclilla. El escenario pobre, percusiones muchas, tres guitarras y un bajo, todos acústicos, al igual que el dodecacordio, una caja de sonidos, un sintetizador, seis músicos. Ni cortinitas, ni más iluminación que la del Auditorio Nacional. Un par de pantallas colgadas a los lados y más nada.
Puntuales, no hicieron esperar, los primeros acordes de “Nierika” convirtieron en tsunami la ola de aplausos que estalló cuando Lisa y Brendan tomaron sus lugares e hicieron lo suyo. Spiritchaser fue su último disco y en él son claras las evocaciones al mundo chamánico de Carlos Castaneda y a la música de Jorge Reyes.
Lisa con sus palabras sin significado racional retumbaban con fuerza en el corazón. Sus ojos cerrados, mirando el abismo al que invitaba, siempre con su cara cargada a su derecha, inmóvil; sólo vibraba su voz y con ella nos apabullaba; incluso los cuerpos se inclinaban ante aquel peso de tristeza, de compasión, de dolor, de la desolación que ella transmitía. Con canciones como “Compassion”, “Sanvean” o “The Wind That Shakes The Barely” comulgábamos en los océanos profundos y oscuros de Lisa.
Los aplausos rompían el silencio que producía el fin de la pieza, ella aprovechaba para pedir agua o café y luego beberlos; mientras que Brendan aligeraba un poco el ambiente con los acordes de su dodecacordio, con piezas como “American Dreaming”, “Rakim” o “Yulunga” pero nuevamente venía la ondulación; no hubo valles, o fueron muy pequeños, eran cuestas que bajaban hasta que empezaban a subir, para después descender nuevamente.
“Saltarello”, que desde luego agradecí profundamente, en una versión muy corta y sin flautas, fue el inicio del repertorio conocido. De canciones de discos como Aion, en el que las voces de la Europa medieval y del renacimiento reconocen que “la muerte sabe bailar”, Into the Labyrinth, que nos recuerda a la tradición clásica mediante Ariadna que ayuda Perseo a escapar del laberinto y del minotauro; o Serpent’s Egg que explora la influencia de la África negra y del mundo musulmán, pero ante todo turco. Mas Brendan se está encontrando ahora con el folk celta de su querida y desarmada Irlanda, cuya expresión y sentimiento emplea para ponerse tiranetas y criticar el mundo actual que quiere perder el corazón por su empecinamiento de alcanzar el American Dream.
Muy pocas improvisaciones de Lisa, una que otra de Brendan, quien al final de varias piezas decía su “Gracias” intentando ocultar el acento británico.
Sin duda largo y profundo fue el viaje que nos ofreció esta alma dividida en dos pero unida en su dialéctica dionisiaca-apolínea, que deja de ser rígida, inmóvil y gira: la irracionalidad pierde sus fronteras con la racionalidad, dejan de ser bloques divididos, terminados, cuadrados y se hacen una gota que adoptar la forma de lo que es y no deja de reconocer que se trata ante todo del “Enigma of the Absolute”. ¿Será por eso que Lisa canta sin palabras? Un intento de alcanzar la crudeza esencial humana que lucha por sobrepasar los limitantes culturales de las visiones del mundo. Por un momento él dejó de ser irlandés y ella australiana y yo mexicano y nos alzamos o descendimos, como se quiera ver, a lo simplemente humano. What ever...
Tuve la fortuna de presenciar el resurgimiento, después de once años que no hacían giras y de 5 que habían declarado su desintegración en aquella fatídica sesión de grabación del disco que no fue. Dead Can Dance el jueves otoñal 29 de septiembre de aquella semana extrañísima que pasé en los “Defes”.

sábado, 17 de septiembre de 2005

Monólogo polílogo

Sí, también ya me dijiste que la realidad es un acuerdo construido socialmente y que de acuerdo a la física cuántica, esa la de las posibilidades, las concreciones o la solidez de los objetos que supuestamente vemos, son en una mera apariencia, un acuerdo, un decreto que nosotros mismos nos impusimos... Sí, claro que recuerdo cuando me platicaste de la ética dialógica y que niegas la posibilidad de que exista algo que se pueda definir como “lo naturalmente bueno”, porque es una mente consciente la que lo refiere, y al mismo tiempo construye, eso que damos en llamar realidad...
No sé, será que hoy es un mal día, pero no tengo ganas de escuchar esas ondas. El rollo este me da rete harta güeva, especialmente hoy. A mi se me hace que lo que te hace falta es pasar una tarde completa de buen sexo, nada más. Es más hacerlo hasta sería rendirle un tributo a Epicúreo. Sal a la calle, cómprate un guato y fúmate algunos porros, o si te va mejor un gramo y prepárate un par de líneas bien gordas, con eso sería más que suficiente...
No, no, claro que te creo cuando me dices que la ansiedad es producto del mensaje que recibiste... Porque... Sí, pero conocer las causas no te está ayudando a solucionar el problema... Y a ver dime, ¿qué diablos tiene qué ver Habermas con tus rollos? Sería repetir nuevamente la imposibilidad de la redención, tu redención... porque es como si quisieras escribir un cuento, borrando mil veces la primera frase que no te convence, no termina de cuadrarte, no te gusta. ¿Qué diablos me importa como empiece?
Lo mejor sería que no me hicieras caso hoy, vi Happiness de Solondz y la agrurez se me subió a la cabeza... pos ya me conoces, para qué te digo más. Sí, un humor negro muy cabrón. Tomé algunas ideas para la novela... Sí, me gustó mucho pero te hablo de ella porque la reflexión que saqué al final es que algunos de los problemas, la “depre”, la tristeza, la ausencia de sentido, el tan mentado desencanto se debe a que en ocasiones nos sentimos solos y tenemos ganas de coger; o mejor aún creemos estar enamorados cuando nada más tenemos ganas de coger... pero como luego solemos vernos como las grandes complejidades perdemos el foco y buscamos explicaciones donde no las hay... Ya ves, ya me puse tiranetas, me está dando güeva...
¿No será más bien que no acabas de cerrar el círculo? Ya no puedes hacer nada, más que perdonarte... sí, sí, estuvo cabrón, fue muy duro, pero también ya pasó. Ya lo cantó R.E.M. “leaving was never my pride”, pero no tuviste otro recurso, además nadie puede soportar más mierda de la que se da a sí mismo; así que mejor ya no andes con mamadas de que hizo o no hizo. A pesar de tu cansancio pareciera que quieres seguir “desfaciendo entuertos” y peleando contra molinos de viento... allá tu. Igual y puedes convertirte en Sancho Panza...
Decidiste dejar ese centro en el que hacías girar tu mundo porque no había alimento, porque no había una palmadita en la espalda de reconocimiento ni un gracias por esto o esto otro, pero el pedo no era ese, sino haber elegido poner un centro exterior para hacer girar tu mundo. Pero es más ¿a mí qué me importa? es tu rollo. Y si quieres seguir cantando la misma rola hasta te paso la letra, que de tanto oírte, terminé aprendiéndomela: “it’s easier to leave than to be left behind", y si quieres volver a preguntarte la misma cuestión una y otra vez es también cosa tuya: “¿por qué chingados se lo permitiste? ¿Por qué dijiste sí, cuando querías decir que no?” Las respuestas no sirven de nada; puedes seguir inventando otras tantas, pero sería como una computadora que repite la misma acción ad infinitum sin terminar una secuencia de comandos que ya está escrita, sin errores y, lo más importante, concluida. Cuando podría terminar con respuestas tan simples como porque sí, porque fue así, porque ese era en ese momento, y eso me ha hecho ser quien soy ahora.

jueves, 1 de septiembre de 2005

La rebelión de los gordos VI

Ríes avergonzado, cuando en realidad quieres levantarte y partirle a dos o tres la madre. Las carcajadas de todos los presentes incrementan tu bochorno; tu cara hecha un jitomate quiere contraer los músculos, pero luchas con ella para obligarla a sonreír; pero sólo queda en una mueca sin sentido. Sientes los brazos entumidos, el estómago apretado y las piernas llenas de ansias. No sabes qué hacer y quieres incorporarte rápidamente, lo intentas tomando la mesa como punto de apoyo, pero no soporta tu peso. Cae tu vaso lleno de agua de horchata, se quiebra y el líquido rosita se derrama en tu camisa; el plato de ensalada de lechuga con jitomate y apio por poco te cae sobre la cabeza, sólo algunas hojas verdes quedan colgadas de tu cabello.
Alex, que come con Carmen, es el dueño de la carcajada más sonora, mientras que ella correctamente se tapa la boca con la mano mientras se ríe. Los del departamento de contabilidad te señalan con sus manos y se golpean las piernas, Carlitos el borracho, se inclina hacia atrás de la silla, doblándose de la risa; varios incluso chocan sus manos como aplaudiendo, descargando con más fuerza sus carcajadas. Incluso don Pepe, el policía, desde la distancia mira el espectáculo y se ríe, moviendo negativamente la cabeza.
Por fin logras ponerte trabajosamente de pie, quieres gritar “¿de qué se ríen hijos de la chingada?”; agarrar la silla reseca, despedazada y azotarla contra el piso y aventarla por los aires; golpear y patear la mesa; tomar de la camisa a Alex y sonrojarle un madrazo entre ceja, madre y oreja, patear a todos los presentes, Pero nada de eso haces, sólo lo piensas. Tu afán de caerle bien a todo mundo te impide que saques tu furia contra quienes se están burlando de ti. Ni siquiera te puedes reír de ti mismo ante esa vergonzosa situación. Te quedas de pie viendo a los demás... la oleada de burlas empezaba a menguar cuando Alex tuvo que abrir la boca “estas sillas ya no sirven, ¿verdad Fatlex?”, y vuelve a encender las carcajadas. Te quedas callado, no le contestas; no hayas otra cosa qué hacer más que marcharte con la cara colorada, quitándote las hojas de la lechuga de la cabeza y la camisa manchada de horchata.
Vas con la jefa del departamento de compras a hacerle el reclamo de las sillas, pero no se encontraba, había salido a comer. Ana María que estaba parada en la puerta que da al comedor te ve y te pregunta sarcásticamente que te había sucedido. “Nada, se me quebró la silla”. Es lo único que se te ocurre decir, cuando en realidad lo que tus entrañas querían gritarle era“¿Qué no viste pendeja? ¿O de qué te estás riendo, de que por nalgas tienes un par costales de papas?

Subió a la oficina del ingeniero para preguntar si algo se ofrecía, aunque sólo era un pretexto, lo que quería era ir a visitar a Ariadna. Después de un saludo seco, meramente cumplidor, hizo su proceder laboral. Estuvo a punto de decirle que no iba a esperarla toda la vida; los años se habían acumulado sin notarlo y el deseo de formar una familia en la que tuviera hijos y no niethijos ya eran prácticamente una urgencia. Desde que la vio le gustó y le habría encantado tener algo más con ella, así lo intentó. Pero los temores de ella no le permitieron ni siquiera decir lo que en realidad sentía y quería. En cambio, Ariadna quiso confesarle que se sentía avergonzada de haberlo malinterpretado, que ella sólo pensaba que iba por un quickis; un picaflor más como hay tantos; pero que había recapacitado, y se había dado cuenta muy tarde. Sin embargo, ninguno de los dos mencionó lo que en realidad querían. Sólo se vieron en un silencio incómodo, tenso. Las dos miradas apagadas, tristes, semiausentes...
El olor a Brut de Pablo envolvió la oficina. Lupita había ido a comer, Ariadna estaba sola y las cortinas de plástico blancas con rallitas negras estaban cerradas. El aroma la hizo recordar cuando él le regaló la única flor que ha recibido en su vida... sin pensarlo lo vio y se abalanzó contra él y la plantó un sorpresivo beso. Sus dientes chocaron, las bocas no se acomodaron correctamente, pero la acción tuvo su encanto. Fue sólo un piquito, Ariadna reaccionó cuando sintió los labios tibios y suaves de su compañero. Él extrañado, por unos instantes no supo qué hacer. La vio nuevamente sentada en su escritorio y caminó despacio, sin prisas. Se puso a sus espaldas y acarició su cabello, luego su cuello. Vio como los poros del cuello se dilataban y los vellitos se erizaban. Se inclinó y le besó el cuello. Ariadna no pudo contener todo el gemido interno que generaron sus gónadas.
Sintió los labios de Pablo recorrerle el cuello hacia la cara, luego la mejilla izquierda y cuando se estacionó en su boca no se contuvo más. Se empezó a poner de pie, sin dejar de besarlo y tendió sus brazos en el cuello de él. Él sutilmente le acarició la espalda, en círculos lentos, frotándola con un poco de fuerza. Luego bajó los brazos lentamente hasta alcanzarle las nalgas. Primero las reconoció, de borde a borde, de arriba abajo. Enormes y duras. La sensación que producían las medias de licra acentuaban la suavidad y la dureza. Ariadna jugaba con su lengua, como lo había visto en la televisión y tantas veces ensayado frente al espejo del baño. Sintió como las manos de Pablo volvían a subir por su espalda hasta el cuello y siguió subiendo hasta el cabello, revolviéndolo todo. Ella hizo lo mismo con una pasión y una desesperación que no había experimentado nunca.
En la distancias sólo se escuchaba una carcajada o un grito desde el comedor. No había nadie cerca.
Sin dejar su boca empezó a desabotonarle la camisa, ahí frente a su escritorio. Los botones no cedían con facilidad. Tuvo que usar las dos manos. Pablo calmado, tuvo paciencia. Besó su pecho, le mordió la tetilla derecha y empezó a bajar por el estómago. La quiso detener, pero la sensación y la adrenalina eran deliciosas. No podía desajustar el cinto, él la ayudó; el botón del pantalón tampoco cedía. Nuevamente las dos manos. Pablo no usaba calzones, ella pudo verle los enredados vellos púbicos desde el segundo botón. Metió la mano para tomarle el miembro y sacarlo. Ya estaba duro y reposaba en la parte izquierda. Antes de hacerlo volvió a poner atención en los sonidos externos, todo seguía igual. No había amenaza. Lo hizo. Se sentó en su silla y escuchó el gemido de placer de Pablo. Lo asía de las nalgas; deseaba comerlo todo. Él la invitó a pasar al privado del ingeniero. Con los pantalanes abajo caminó dando pasitos; Ariadna le tomó su mano y le abrió la puerta, iba subiéndose ya la falda y queriendo bajar las medias. Pablo con calma le ayudó; por la espalda le acarició los pechos, no eran muy grandes, aunque sí firmes, le desabotonaba la blusa mientras le besaba el cuello. Cayó la prenda y el descendió a besos por la columna, los gemidos callados lo excitaban aún más, bajó besó sus nalgas y la volteó. Ariadna penosa no quería mostrar su sexo, pero él delicadamente firme la forzó. Subió una pierna al escritorio de la computadora y el bebió sus líquidos.
Los pasos de Lupita, la compañera de Ariadna se escucharon subir por la escalera. Ariadna presurosa le pidió a Pablo que saliera por la otra puerta. “Cuál”. “Aquella de allá” te saca a recepción, está abierta”. Se fue detrás de él y rápidamente se acomodó sus ropas.
“¿Ari? ¿Dónde estás?”. “Acá en el baño del ingeniero”. “! Ay, guácala! ¿A poco entras a ese baño?”. “Nada más cuando me quedo sola, porque si voy a otro y suenan los teléfonos no me doy cuenta”.
Ariadna iba a salir temprano ese día, el ingeniero había ido a una reunión política en el Club de Leones, y comerá en el “Santo Coyote”; no regresaría el resto del día, salvo para tener un encuentro con Lupita, la nueva secretaria. Eso lo sospecha Ariadna porque le dio permiso de salir temprano. “Que Lupita te cubra”, lo que quiere decir que el catre que guarda en el closet de la oficina será usado.
Salió del baño con la cara ruborizada. Lupita no lo notó. Sólo le comentó que había un olor extraño, un perfume que ella no conocía. “Ha de ser el de Pablo, vino para preguntar si no hacía falta nada”. “Ah, con razón no lo vi en el comedor”.
Ariadna tomó el ratón y terminó el juego de carta blanca sin pensar en nada. Sacó su Tupperwaer con melón cantalaupe picado y lo comió...

lunes, 29 de agosto de 2005

Un paso

Están un poco lejos los cigarros. Tengo cerca de una hora decidiendo si las ganas de fumar son tantas como para soportar el apretón de los músculos y el dolor que se clava en la región lumbar, me congela ambas piernas hasta las rodillas. La taza con el café ya frío está a mi alcance; el cenicero ni pensarlo, lo veo en la distancia en la mesa junto a la cocina, pero el suelo se convierte en uno y las bachichas pueden volar por la ventana, ya han emprendido el viaje cuando menos cinco. El control remoto reposa en mi pecho. Llevo más de siete horas frente al televisor, Band of Brothers, en su capítulo VII “The Braking Point” sigue sin recibir mi atención. La mirada se me pierde en el cuadro de la Maja desnuda que cuelga de la pared, arriba de la colección de “devedes” piratas.
Viene a mi memoria la figura de mi papá inmóvil, tumbado en el piso de la sala, ahogando su dolor con un apretón de labios. Las lágrimas, no deseadas, caminan su rostro hasta quedar convertidas en perlas brillosas colgadas de su lóbulo derecho. Mi madre, cansada por el peso de la vida no se rinde, no pierde la voluntad. Le doy la manta, sin saber qué más puedo hacer. Ella se inclina y la extiende, en silencio, junto a mi padre. Mis hermanas sentadas en el sillón permanecen calladas y quietas. Trabajosa y lentamente mueve su brazo izquierdo por arriba de su cabeza, ase con el brazo derecho la mano de Pedro quien no lo hala, sólo es un punto de apoyo, gira la cintura con un grito callado; mi madre le ayuda con la pierna derecha.
La manta es extendida por mi madre a toda velocidad. “Ya ruédate Carlos”. Nueva serie de lentos movimientos; el fuerte y lastimoso quejido nos desgarra las entrañas a todos, dejándonos apretado el estómago. Después de unos momentos de extrema tensión, en los que la impotencia se nos cuelga pesadamente de los brazos, nos dice con una sonrisa triste: “pórtense bien hijos, ayúdele a su madre”.
Los camilleros gritaron desde la puerta “Carlos Rodríguez González”. “Sí, aquí es, pásense por favor” les responde mi madre. Entran veloces con la camilla. “¿Quihubo don Carlos, el dolor es el la región lumbar verdad? No se ponga duro, por favor, para lastimarlo lo menos posible”. Toman la manta por los extremos y en un rápido movimiento lo tienen encima de la camilla. Salen indiferentes al dolor ajeno. Mi mamá dando indicaciones de comida y cuidado de nosotros a Bety se va detrás de ellos. Me quedé inmóvil escuchando alejarse el sonido de las sirenas.
Por quinta ocasión observas la escena en la que el capitán Spiers corre sin duda ni temor en medio del tiroteo para evitar que los integrantes de la Easy Company mueran por las indecisiones de su teniente, que llora protegiéndose junto a la rueda de la carreta, en la toma del pueblo de Foy. Esa en particular es una de tus favoritas; por eso logró captar nuevamente tu atención y dejas de pensar por un momento. Ya para terminar el capítulo, las ganas de orinar te traen de regreso a la sensación de amenaza ubicada en la espalada baja, que por un momento habías olvidado. La silla con rueditas de tu escritorio está al final del sillón. El dolor te enseñó que el secreto está en el cuidado de los movimientos, sobretodo de las piernas.
Primero los brazos, dos fuertes puntos de apoyo, uno en el respaldo del sillón; el otro en el brazo. Las piernas bien acomodadas horizontales a tu tronco... lo piensas un momento, pero las ganas de mear te apuran. Doblas un poco la espalda, el sudor frío puebla la frente. Nuevamente ahí está la el apretón de una mano helada que te aprieta la columna y extiende sus caricias congeladas hasta las rodillas. Todo se te nubla, por un momento el tiempo se detiene te desvaneces en la punzada que se clava y se clava. No te mueves, quedas inmóvil como esperando que venga una luz azul que te traiga de regreso, pero no existe tal. Por fin reaccionas y respiras trabajosamente, aprovechas el dolor para incorporarte, ya no puede doler más; bajas las piernas y quedas suspendido. Por fin exhalas la gran bocanada que te sacó el coraje. Quedó en tu alcance la silla y la traes hasta el borde del sillón, sabes que ahora sólo será como un desagarramiento de la carne, no habrá apretón, ni tampoco sentirás frío. “Hijo de su pinche madre...” pero lograste acomodar el trasero en la silla. Pasitos cortos, con los talones y las ruedas hacen el resto. Piensas que ya se podría sacar una chambrita con la borra de prójimo que se acumula en la base verde y el mueble de la tele. El alambre cocido ya no cumple ninguna función, pero te dio flojera quitarlo. Crees que será lo primero que hagas una vez que el mantenimiento te arregle y vuelvas a estar en funcionamiento. Por fin llegas a la taza, expeles deliciosamente la orina. El chorrito traicionero no te tocó, pero manchó el asiento de la silla. No te importa, bajas la palanca.
Sergio empezó el capítulo IX, está sentado en el sillón individual de al lado, fumando. “¿Luego, tu. Pos qué andas haciendo?”. “Fui a mear”, sólo respondes eso y le sigue un “Hijo de la chingada, ya quítate, ya quítate...”. No escuchas ningún sonido, por un momento te quedas inmóvil hasta que respiras y sientes como se te relajan los músculos. Te secas el sudor frío con la mano. Pudiste nuevamente regresar al sillón, y te recorres, hasta acomodarte, aprovechando que al apretón te hace mover con más rapidez y menos tiento.
— ¿Cigarrito?
— Cómo no, ahorita nos lo chingamos...
— ¿Dolorcito?
— Ehhhhh, a’i leve, no más lo que es... Qué, ¿tráete el pinche cenicero no? Te lo llevaste hace rato.
— Pos me hubieras dicho, cabrón...
— Pos ¿ya qué?, no te dije.
— ¿Tonces qué mi tullido? ¿Si te quedas hospitalizado el Güero y yo nos podemos chingar tus cigarritos?
— Ni madres, voy a regresar.
— No, pos ya hasta estoy consiguiendo compradores para el concierto de DCD. Pos ya te quedaste tullido, ni modo que puedas ir.
— No, estás guey. Agüevo voy al pinche concierto.
— Mmmmm pos como te ves, a mí se me hace que mejor los vendo.
Suena el teléfono, es tu madre. Sergio te pasa el auricular.
— Si, ya me tomé el “Dafloxén” y la novia de Sergio me trajo más inyecciones de “Doloneuribión”. Al rato me va a llevar Sergio...

“Gracias totales”

lunes, 15 de agosto de 2005

La rebelión de los gordos V

Para Geo con todo mi respeto y cariño

Alejandro después de haber cenado tu rebanada de pan tostado con queso cotage y un jugo de manzana y un café de pie en la cocina sales a la sala y miras el reloj, son las 12: 35 de la madrugada. Esperando que la industria de la delgadez haya sacado al mercado un nuevo producto para perder peso, tomas asiento en tu sillón y enciendes la televisión. En el canal 4 de Televisa Guadalajara transmiten un programa pagado por la Iglesia universal del reino de Dios, un hombre moreno con acento brasileño dice “mientras usted no pare de sufrir los pastores no pararán de hablar...” Luego una inmensa mujer, llamada Josefina Hernández, de cara redonda y unos ojitos verdes que a penas se veían entre las grandísimas mejillas llenas de paño de la mujer quien dice con un tono sumamente triste: “Yo ya no quería vivir...” Te asombras Alejandro ante las dimensiones del personaje; sus brazos parecían jamones embutidos, los codos eran apenas un par de puntos oscuros entre las carnes caídas hacia los costados... abren la toma para mostrar a la entrevistada de cuerpo completo y se le pudo observar estaba sentada en una grandísima silla de ruedas, vestida con una bata floreada de colores amarillos y azules brillantes. Sus piernas quedaban ocultas por la tela, pero parecían un par de costales de papa, flácidos y rugosos. Imaginas la cantidad de celulitis que tendrían esas piernas y se te revuelve el estómago; más aún cuando vio como en a la altura de la panza las carnes caían en ondulaciones formadas por las lonjas sobre las lonjas. Fácilmente esa persona sobrepasaba los 160 kilogramos. Movido por el morbo y la curiosidad no cambias de canal. Quedas atrapado por el programa.
La concentración de Ariadna no es muy buena. De hecho, Coelho esta vez la cansa. Deja descansar al libro en su pecho y se repite la frase “cuando una persona desea realmente algo, el Universo conspira para que pueda realizar su sueño” y piensa en su ideal de hombre: ni muy alto, ni muy chaparro, ni muy gordo, pero tampoco muy flaco, no importa que no tenga mucha dinero, aunque sí el necesario para no pasar hambres. “Nosotros ya no estamos para eso. Dice la Paloma. Pos sí tiene razón... Pero nada más andar ahí de nalgas prontas pos tampoco...” A pesar de que está fuera de los principios en que fue educada, Ariadna recuerda la conversación que escuchó accidentalmente de boca de la China: “El secreto está en esperar un poco para que se pueda lubricar bien y luego sí, a cabalgar como caballito de mar...” Ariadna Se imagina a ella y a Pablo en un jacuzzi. Pero reprime su imaginación al pensarse desnuda. “Voy a parecer un manatí retozando en las aguas burbujeantes de la cosa esa”. Pero su pensamiento es insistente y vienen a ella las imágenes del campanario de la película Nine ½ Weeks. “No, no puede ser, en un lugar público, no claro que no, ni que estuviera loca...” Pero nuevamente se ve embadurnada de chocolate líquido Hershey’s, con los ojos vendados con una mascada y sintiendo la suave y tibia lengua de Pablo recorrer su cuerpo en los lugares más deliciosos; trata de concentrarse en la sensación de un hielo recorrer sus pezones y su estómago hasta los bellos púbicos; arquea su cintura y siente un escalofrío que viaja velozmente por su espina dorsal... o el sabor de una cereza en su boca, enseguida una fresa, luego un apio y termina con un chile jalapeño... “No, basta ¿cómo puede ser que esté pensando estas cosas... Definitivamente creo que voy a necesitar el Halcion”. A su pensamiento llegan los recuerdos de imágenes grotescas de una revista pornográfica de gordas, que alguna vez vio en la secundaria, en la que una mujer de carnes abundantísimas hace el amor con un gordo negro y calvo. No olvida el repulsivo cuadro los dos “toninas” tumbados en una cama quebrada, con una mirada y una carcajada de sorpresa. Ariadna no puede evitar verse como la mujer en la fotografía. “No, definitivamente sería horrible...”
En su testimonio, la mujer sostuvo que había sido muy guapa en su juventud; había tenido un sinnúmero de pretendientes desde su temprana adolescencia y cuando estaba en la preparatoria, conoció a un hombre encantador de quien se enamoró. A los dieciocho años quedó embarazada, pero su pareja, cuando se enteró de que iba a ser padre, entró en pánico y la trató de convencer para que abortara. Con todo el dolor de su corazón tuvo que oponerse y enfrentarlo “¿Cómo iba yo a abortar a mi criatura? Cualquier cosa, menos abortar”. El idílico romance se desvaneció. El novio salió huyendo a los Estados Unidos y Josefina se quedó con sus padres, siendo objeto de su escarnio y su desprecio. Dejó la preparatoria y una vez que dio a luz, sus padres se hicieron cargo de la niña completamente; incluso si la bebé despertaba en la madrugada Josefina se levantaba para atenderla, pero su madre le impedía que la atendiera “Tu ¿qué vas a saber de estas cosas? Vete a tu cama que yo ya me hago cargo...” Los sentimientos de inseguridad y de inutilidad se fueron incrementando en la joven madre. Tuvo mala suerte en las entrevistas de trabajo. “Yo no sabía hacer nada, nunca había trabajado. Mi padre me cumplió siempre todos mis caprichos; pero las cosas salieron mal en su empresa y quebró. Por eso tuve que salir a encontrar un empleo”. No encontraba un lugar hasta que llegó a una oficina de seguros dónde el jefe abusó de ella en la entrevista. Nuevamente quedó embarazada y la despidieron del reciente trabajo y sus padres la corrieron de su casa cuando se alivió del bebé. Con todo el dolor de su corazón se fue dejando atrás a sus dos pequeños hijos. Sin dinero ni a quién poder recurrir, Josefina vagó por las calles, llegando a dormir en bancas de plazas públicas o en pasillos de las estaciones del tren ligero. Hasta que un día una buena mujer la vio muerta de frío envuelta en periódicos y se la llevó a la casa de ricos dónde a cambio de techo, comida y cincuenta pesos semanales, pudo ser sirvienta. “A pesar de mis embarazos todavía conservaba una figura hermosa” dice Josefina con una voz apagada y añade “debido al temor que tenía de quedarme sin trabajo soporté ‘las visitas’ nocturnas que me hacía el depravado de mi patrón. Yo no le podía decir a la patrona lo que ocurría, además todos los días estaba borracha, las compañeras sirvientas me decían que si quería el trabajo debería soportar... No había nadie que me pudiera ayudar, así que decidí comer y comer para perder mi figura y dejar de ser deseable...” Dice la mujer con las palabras ahogadas en lágrimas y explica que como cada día estaba más gorda ya no sólo era violada, sino que además era golpeada. Un día quiso terminar con su tormento y decidió quitarse la vida. “Yo me sentía desolada. No podía acudir con nadie a pedir ayuda y decidí terminar con aquel infierno. Don José, el jardinero de la casa, por casualidad pasó por el cuarto de servicio y la vio cuando se desangraba tirada en el piso. “El me salvó, pero no sólo eso, también me mostró el camino de la luz y de la salvación trayéndome a esta Iglesia de salvación...”
Ariadna deja sus pensamientos; va a la cocina a tomar un poco de agua y el dolor en los tobillos y rodillas le recuerdan que tiene que preparar el desayuno de mañana. “Mmmmm, para lo qué es”. Aún así, se reanima, saca la papaya del refrigerador y le empieza a quitar la cáscara con cierto pesar, la pica en cuadritos pequeños como a ella le gusta y saca del cajón del portagarrafones un par de pastillas de Paracetamol. Las toma con un poco de agua y se lleva consigo, una vez que guardó la papaya en un Tupperware la fruta, su baso de plástico azul para un litro de agua. “Estoy loca, definitivamente estoy loca” dice en voz baja como si alguien la pudiera oír. Apaga la luz de la sala y se da cuenta de que de la casa de se vecino se escucha una melodía de estilo New Age. “Ya ha de andar haciendo sus brujerías la Paloma jotita”. Se acerca a la ventana de la sala y ve que el Chevy azul de Rubén está estacionado frente a los departamentos. “Pos ahora le tocó a la Palomita...”
“Caray, nunca había pensado que alguien pudiera echar a perder su cuerpo como un mecanismo de defensa”. El testimonio de la mujer te impactó profundamente. Cambias de canal y no encuentras ningún infocomercial nuevo. Ves a Andrés García con su bomba de vacío y sientes pena. Sigues recordando las imágenes que dramatizaron los desagradables momentos que vivió Josefina y te entristeces. Apagas el televisor y quieres irte a tu cama, pero no lo haces, te quedas sentado en la sala a oscuras. Quieres pensar cosas agradables, como es tu costumbre cuando sientes una crisis venir, pero sabes que terminarás siendo avasallado por el alud de pensamientos. “No, por favor, esta vez no...”

domingo, 7 de agosto de 2005

La rebelión de los gordos, cuarta entrega

-- ¿Cómo te fue Alejandrito?— Te pregunta doña Pachita quien te esperaba barriendo las escaleras.
--Bien, doña Pachita, bien. Antes de que me diga nada, hoy conocí a una mujer que olía muy rico y le invité un pastel y un café.
--Ey... quién lo viera, ¡que bueno muchacho! Ya ves...
--No, doña, pero pos nomás le invité un café.
--Pos así se empieza Alejandrito, así se empieza. Poco a poco.
--Quién sabe y no me la vuelva a encontrar. Además no me gustó...
--Mmm mi’jo todavía la pides con chongo... No te pongas delicado.
--No... Digo, me llamó la atención porque olía rico nada más. Pero lo más probable es que no la vuelva a ver. No sé ni cómo se llama...
--¿Luego? ¿No le preguntaste su nombre?
--No. Sólo le invité un café.
--!Ay Alejandrito!
Ya ni de Carmen te acordabas. Fue como un exabrupto lo que hiciste, un impulso que salió de tus entrañas libremente, sin que lo cuestionaras o pensaras en él siquiera. Una acción que incluso a ti mismo te sorprendió. ¡Que atrevido! ¿Cómo pude hacerlo?” Te preguntabas y no sabías cómo sentirte si avergonzado porque no había querido charlar contigo o si triunfal porque habías actuado de manera inédita en tu vida... No tenías a nadie a quién contarle el incidente, más que a tu mamá. Pero no lo hiciste. Preferiste extrañamente quedarte en silencio con la casa a obscuras. Ni siquiera encendiste la televisión para que te hiciera compañía.
Tus pensamientos fueron perturbados por el timbre del teléfono cuyo sonido fue como el de una pequeña campana vieja y empolvada que ya olvidó como sonar. Te molestaste porque creías que eran otra vez los de la compañía de gas pidiendo información sobre el paradero de Antonio Olivares... “otra vez estos enfadosos” pensaste y con coraje levantaste el auricular.
--Bueno.
--Sí, ¿Alejandro..?
--Sí.
--Ah, qué bueno que te encuentro. ¿Cómo has estado? Habla Roberto...
--¿Roberto? ¿Qué Roberto? Perdón...
--Roberto, hombre, el de la Arboleda...
--Perdón, pero no recuerdo ningún Roberto...
--Sí, hombre Roberto, el Viejo. Éramos amigos en la infancia. Fui con tu mamá buscándote y me dio este número...
--¿Roberto el Viejo? Hombre, que sorpresa... ¿Cómo has estado?
--Pues bien. Parecía que nunca te ibas a acordar de mí... ¿tú cómo has estado?
--Bien, gracias, tranquilo...
--Ah mira que bueno. Oye, te llamo rápido para informarte que acaba de llegar el Güero de Estados Unidos y tiene ganas de que nos reunamos.
--¿El Güero Humberto? ¿Estaba en Estados Unidos?
--Sí... Ya platicaremos y te informaremos de todo. Te llamo en la semana para confirmar la cita ¿no? Pero no vayas a hacer compromiso. Yo pienso que será como el viernes o el sábado. Pero te confirmo...
--Órale, me llamas...
--Sale pues, mi Alejandro. Te llamo...
--O.K. bye.
Sin duda, este día fue de sorpresas. Le invitas a una mujer un pastel y un amigo a quien tienes fácilmente más de diez años sin ver, te llama para que se reúnan.
Ariadna en el camino a su casa se encontró a la Paloma. O mejor dicho él se la encontró a ella. Salió de la tienda de las nalgonas y le gritó:
--Hola Ari. ¿Pastelito en lunes?
--Hola, Paloma. Pues sí. Uno de doble chocolate con un moka. ¿Gustas?
--Ay no, no puedo comer chocolate, me lo tiene prohibido la homeópata. Me imagino que tuviste mal día... mujer. ¿Y la dieta? Debes de tener más fuerza de voluntad.
--Pues sí, Palomita ¿qué quieres que te diga?
--A mí nada niña, pero debes cuidarte Ari, debes cuidarte. Fui a comprar condones. Al rato viene Rubén...
--¿Rubén, en lunes? Ay Paloma...
--Anda picocaído el pobrecito. Está deprimido. Ha tenido algunos problemas en el trabajo. Tengo que consolarlo...
--Pues qué bueno por ti Paloma.
--¿Y tú, mi niña? ¿Para cuándo? Dale vuelo a la hilacha. Que este cuerpo se nos acaba Ari. De que se lo coman los gusanos...
--Pues no ha llegado mi príncipe azul. Lo estoy esperando.
--Ay mi’ja eso no existe. Ya despiértate de tus ensoñaciones de adolescente pendeja. Uno, a estas alturas, ya no está para eso. Al cuerpo hay que darle lo que necesita. Y como cualquier cosa necesita de mantenimiento, de que unas manos maestras le hagan sentir a uno lo que es rico.
--A lo mejor tienes razón Paloma, pero me estoy esperando.
Llegaron al descanso de las escaleras del tercer piso y se escuchaba “Lo que no fue no será” de José José de la casa de la Paloma.
--¿Y eso Paloma? Ahora no andas despechada...
--No, pero José José es para cualquier ocasión. Pero ahorita cambio el disquito. Bueno chiquita, échale ganas o sea ya coge, pero cuídate ¿eh?
--A lo mejor te hago caso Paloma. ¿Quién sabe..? Buenas noches.
--Buenas noches mi’ja chula.
Extrañamente Ariadna no se sentía cansada y las palabras de la Paloma no la deprimieron como otras ocasiones. Entró a su casa y vio tranquilamente Los Sánchez, deleitándose con su pastel. El moka ya frío lo metió al horno de microondas. Se sentó y trató de no pensar en nada. El atrevimiento de aceptarle al extraño el pastel y la bebida no era el comportamiento adecuado de “una señorita decente” y si se ponía a pensar en ello sentiría el peso de su madre internalizada con su crítica perpetua. Terminó el novela y quiso escribir lo ocurrido en la vida de Claudia y Pablo. El incidente con el extraño era mejor no mencionarlo. Describió con lujo de detalles la información que Jaime le proporcionó de la nueva pareja en la empresa. Aunque no escribió que le preguntó a su informante que si Pablo era parte del club de los corazones podridos. “No, fíjate. De él casi no sé nada. Es muy reservado”. Pero sobre su malestar ni una sola palabra. Extrañamente, en la parte superior de la hoja rosita puso la palabra “Café” con una letra cuidada. No se permitió si quiera escribir unas palabras de lo ocurrido. Era algo muy raro y no dejaba de sentir culpa. Por eso mejor decidió retomar El Zahir de Coelho. Planamente convencida por su novelista preferido creyó que el destino se encargaba de su vida. Se imaginó como una hoja de un árbol movida por el viento, que esperaba caer el piso en el lugar exacto que el destino ya le tenía reservado.
Alejandro nuevamente estás reconstruyendo mentalmente el día. Pero el incidente con Carmen no le diste mucha importancia; sí lo pensaste por un momento, pero extrañamente le diste más atención a tu “atrevimiento” —como calificaste a lo que hiciste en la cafería. Nuevamente sentiste la misma vergüenza como cuando la mujer de aroma magnetizante no aceptó quedarse a charlar. Argumentó que tenía un asunto que atender y que no podía permanecer más tiempo. Fue ahí cuando tu “atrevimiento” te caló. “¿Cómo pude hacerlo?” te sigues preguntando; pero en realidad lo que en el fondo sientes es como si hubieras escalado el Everest; aunque si la acción te la hubieras propuesto estás seguro de que no la hubieras logrado.
Ella salió de la cafetería y sonriendo te dijo gracias. Tu también saliste y te sentaste en las sombrillas junto al estacionamiento que da a Ávila Camacho. La seguiste con la mirada y viste como se contoneaba aquel inmenso trasero, envuelto en una apretada falda café, mientras cruzaba la avenida. Diste un pequeño sorbo al capuchino y cortaste delicadamente la punta de la rebanada, la comiste y volviste a alzar la mirada. La mujer abordó el minibús 641 con dirección a Tabachines. Quisiste imaginar dónde podría vivir de acuerdo a su vestimenta, pero el efecto de pensar en aquella mujer perdió su influencia momentáneamente. Ibas a carcomerte las tripas por Carmen y de ella no te habías acordado desde que el Samsara te cautivó. “Olía muy rico la gordita”. Dijiste y volviste a reconstruir la escena con Ana María...

sábado, 30 de julio de 2005

La rebelión de los gordos, tercera entrega

No es raro que salgas triste del trabajo. La razón que te das esta vez es que Carmen salió con Alejandro el mismo viernes que tú la invitaste. Ése, el publicista que casi acaba de entrar y que, para distinguirlos, a ti te nombraron “Fatlex” y él se quedó con el “Alex”. Como es tu costumbre, para martirizarte mientras caminas, vuelves a reconstruir la escena en tu memoria: Sales a recibir la correspondencia recién llegada, pasa Alex y escuchas a Ana María, la recepcionista, que dice mordiéndose los labios y en voz baja, cuando ya no la escucha, “bueno lo tengas, papacito”. La interrumpes con el saludo y ella, sin dejar de verle las nalgas al mencionado, te responde sin ganas hasta que lo pierde de vista y te mira. “¡Ah, Fatlex, buenos días! ¿A poco no está buenísimo?” te dice, y para tu desgracia, agrega “Es la nueva víctima de Carmen. Ya se lo llevó el viernes de quincena, yo creo que le fue rebién a la condenada, porque se ve bien armado el canijo. ¡Ese Alex está guapísimo! ¿A poco no?” A pesar de que sientes como si te hubieran golpeado el estómago, sonríes estúpida y tímidamente y te concretas a responder “Vengo por la correspondencia...”

Poco te importa ahora que hayas iniciado tu mañana plenamente convencido de que esta semana sí lograrías adelgazar aunque fuera un kilo. Te levantaste, hiciste lagartijas, sentadillas e incluso desempolvaste el aparato para las abdominales. Cinco series de 20 y te dabas ánimo; “ahora sí, ahora sí”, te repetías. El desayuno, balanceado y riguroso como te gusta, según dices. Una rebanada de pan tostado, café sin azúcar y una toronja. Tu baño, con el jabón Palmolive Aromatherapy Anti-Stress con extractos esenciales de lavanda, Ylang Ylang y Pachulí para ayudar a tu relajación; el shampoo Sedal con ceramidas, miel y germen de trigo, que es el único que te deja el cabello como a ti te gusta. Te sentías incluso con ganas de cantar, pero no lo hiciste porque sabes que tus vecinos te escucharían, y como te molesta oír a Jacobo, el vecino de arriba, cuando se baña y canta “Ingrata, no me digas que me quieres...” Aunque esta mañana no. Al salir de la regadera, te concentraste en tu sensación de frescura. Observaste tu cara mientras lavabas tu boca con Sensodyne Original para evitar en el futuro la desagradable sensibilidad en los dientes. No te gusta tu enorme quijada de caballo, ni que tu frente esté demasiado salida. Te acercaste al espejo para verte los ojos café claro y recordaste cuando eras niño y jugabas al cíclope con tu mamá. Te cepillaste, viste el reloj que tienes en el baño y te diste cuenta que estabas retrasado con cinco minutos. Te enjuagaste rápidamente la boca con el refrescante Plax con flúor. Te untaste el Speed Stick, la crema Dove y el Carolina Herrera que te regaló tu papá en tu pasado cumpleaños. Ya tenías preparadas las trusas Trueno, la playera de algodón para que la guayabera blanca no se trasluzca, el pantalón de mezclilla Silver Tab, los calcetines Wilson oscuros y los tenis Reebok, que parecen tanques en tus pies. “Voy a aguantar la tentación, voy a aguantar la tentación”. Sí, lo lograste, a pesar de la noticia que te dio Ana María no comiste sino hasta la hora prevista. Mónica, la cocinera de la empresa, te preparó, con un costo extra, el medallón de Lomo sin grasa, una ensalada de germinado con zanahoria rayada, huevo duro, rebanada de jitomate, apio y pepino y, para tu postre, una manzana y una rebanada de melón. Desde luego, sentiste hambre, antes y después de la comida. Al salir, no reprimiste las ganas de sentirte mal y, sin querer engañarte para justificar la rebanada de pastel de chocolate, te encaminaste hacia la Pastelería O.K.

Está cruda, aunque no bebió ni ingirió somníferos para evitar que los pensamientos le carcomieran los huecos que tiene por entrañas. Tres veces ha sonado el despertador pero el sueño la mantiene adherida a la cama como calcomanía. La pesadez en los brazos, el entumecimiento general del cuerpo y el agudo dolor de cabeza que se traduce en un pitido que se clava al centro del cerebro. Así son sus mañanas antes del trabajo.

Otro día más, apenas lunes y mis ánimos son de viernes. ¿Y si no me baño? No, no digas eso, no puede ser. Bueno, otros cinco minutos, sólo otros cinco minutos; esos en el que el sueño es más pesado y más rico porque es indebido, prohibido...

¡Ya no puedo más! creo que si hubiera tomado el Halcion no me estaría pasando esto. Me voy a reportar enferma. Pero no, es lunes, el viejillo siempre tiene mucho trabajo este día y si lo hago es capaz de venir por mí con un médico para que me levante y vaya a solucionarle sus problemas. ¡Ay, yo creo que sí! ya hasta ínfulas de indispensable me estoy creando. Aunque nunca se me había ocurrido hacerlo, hoy no me faltan ganas. Vamos Ariadna, tu puedes, no podemos arriesgar el trabajo ¡Pero si lo odio! Ya no pienses eso, ya cálmate, levántate, quítate tu bata y métete a la regadera.

La noche anterior preparó su desayuno, aunque piensa, mientras se baña, en un par de huevos con mucho tocino, frijoles refritos, un café con leche con mucha azúcar y un birote salado como los que venden en la tienda de las nalgonas. “Eso sí sería un desayuno”, piensa. Pero sabe que sólo será fruta picada, un poco de papaya y melón en cuadritos y una taza de café sin azúcar. En el baño todavía está casi dormida, se concentra en la sensación del agua tibia que corre por su cuerpo y se deleita con el olor al Fructis Fortifying que incrementa el volumen de su delgado y caído cabello; lava su cara con el jabón Grisi de avena para evitar que su cutis acumule grasa y para el cuerpo el de algas marinas cuyos efectos exfoliantes y reductivos todavía no alcanza a percibir, pero lleva sólo una semana usándolo. El duchazo rápido no le quita los pesares físicos e incluso la premura de tiempo la hace molestarse. Sale de la regadera, se enreda en su gigantesca toalla rosita; con la blanca más pequeña se hace un turbante para secar su pelo. No tiene tiempo de mirarse la cara, ni de apretarse los barritos. Sólo cepilla sus dientes con la Colgate Total. Ya no hay tiempo para nada.

Todos los días me pasa lo mismo; siempre se me hace tarde y tengo que andar a las carreras. Pero ni modo, prefiero llegar diez minutos tarde que salir sin maquillarme aunque sea un poquito. Total, sólo son los labios, la sombra de los párpados, el rimel y listo. Aunque, desde luego, tengo que darle rápidamente volumen a las pestañas y el Max Factor requiere un poco de ayuda de la cuchara. Tengo que comprar otro Obao, ya se me está acabando; del Samsara todavía no me preocupo, de ese sólo requiero unas gotitas. No sé que se sentirá traer hilo dental, pero no se me antoja. Definitivamente, este uniforme está horrible. Ese ingeniero tiene mal gusto. Ya no alcanzo a desayunar, pero lo haré en la oficina. Los lunes el viejillo llega como a las diez y media y fácilmente puedo aprovechar. ¡Chin! ¿Dónde dejé la bolsa? Espero que ahí estén las llaves, ya no tengo tiempo de nada y la mala onda de la Claudia no deja que Jaime cheque por mí.

Sale envuelta en sus pensamientos presurosa tras el minibús que la llevará a su trabajo. Es un poco más de media hora, contado el tiempo de espera para abordarlo. Afortunadamente no hay asientos vacíos y no puede seguir en sus meditaciones. No le gusta sentarse en el camión porque le da por sentirse sola. Ve a una pareja con cara de estúpidos y prefiere recorrerse hasta la parte trasera de la unidad y dirigir su atención al trajín de la calle. Llegó al reloj chocador sólo quince minutos tarde; ahí estaba Claudia la chaparrita piernuda y le saluda pero este día no hubo respuesta ni recriminaciones. La mujer está concentrada en el teléfono; Ariadna alcanza a escuchar que dice “pues sí, fíjate, fue muy lindo. Me dio un ramo de flores y unos chocolates. Es choteado y todo, pero el detalle fue bonito; y sin decir más se me declaró”.

No sabe quién es, pero no puede quedarse más ahí; tiene que llegar a la oficina a preparar la tarjeta de llamadas que quedaron pendientes del viernes. Seguramente Jaime le contará la noticia. No lo espera, pero el chisme le demolerá las entrañas, será Pablo. Y al saberlo se arrepentirá por haberlo ahuyentado, temerosa por creer que sólo quería andar de picaflor buscando acostones. Se dará cuenta de que Jaime no le ha proporcionado información sobre el mensajero, lo que significa que no es parte de “los corazones podridos”. Se arrepentirá y no tratará de reprimir su tristeza. El pesar se hará más intenso y se convertirá en coraje por los efectos de la dieta hipocalórica. Los pepinos, la jícama, el mango y la piña con poca sal y mucho chile y limón, no mitigan el hambre. Un biónico con papaya, melón y fresas aderezados con crema agria y chispas de chocolate reducirá un poco la ansiedad. “Pero la rebanada de doble chocolate, hoy no la perdono. No me importa que sea lunes”. Así le ocurre normalmente, su férrea voluntad para adelgazar se dobla por las noches.

Lo único que quiere decir es que le gustan gordas, porque Claudia no es una varita de nardo. Bueno, a ella le ayuda las petacotas que tiene y está acinturada la malvada. Fea no es... Ya no quiero pensar en esto. ¿Jeffrey u O.K?, no mejor O.K., me queda más de paso, tengo ganas de una bebida ¿chocolate o un moka? Depende del pastel, espero que ahora no se haya terminado el doble chocolate.

— Una rebanada de doble chocolate, por favor

— Se nos acaba de terminar señorita—. Alejandro que había llegado unos momentos antes, escucha lo ocurrido envuelto por el aroma a Samsara de la mujer que acaba de entrar. “Sí, es el mismo que usaba Carolina. Uuuuuy, hacía mucho que no pensaba en ella. Ni si quiera me atreví a hablarle.

— Señorita, mire, aquí traen ya la última rebanada de doble chocolate, yo la había pedido, pero si usted gusta se la puedo otorgar; yo puedo pedir otro tipo—. La miraste a los ojos y no te gustó lo que viste, pero el aroma te atraía, te magnetizaba.

— No, claro que no. Ya voy a pedir otro—. Sus ojitos café claro te llamaron la atención, su enorme quijada te pareció interesante, pero lo que te cautivó fue el detalle y la amabilidad del hombre.

— Quiero insistir, señorita. Por favor tome la rebanada—. Le extendiste el envase de hielo seco con un ademán tierno—. A mí me da por favor una de pastel de queso con cerezas y un capuchino—. La volviste a mirar—. Permítame invitarle una bebida y no aceptaré un no como respuesta ¿qué prefiere?

— Ay no, qué pena, claro que no.

— Por favor, sólo es una bebida y una rebanada de pastel, no me haga el desaire.

Tus ojos tiernos la cautivaron. De hecho nunca había vivida nada similar, ni tu tampoco, no habías tenido las agallas de hacerlo. Por eso la convenciste.

— Bueno, está bien, un moka por favor.

sábado, 23 de julio de 2005

Ariadna y su viernes intrascendente

Las novelas de TV Azteca son tus preferidas. La barra nocturna comenzaba con Ventaneando, le seguían los Sánchez, Ni una vez más, Amor en custodia y La otra mitad del sol; y luego las noticias. Pero esas no las ves. Esperas con ansias el viernes porque sabes que tienes permiso de terminar tu comida con una rebanada de pastel de doble chocolate de la pastelería OK; y para la cena, un pozole mediano con labio, pata y oreja y una coca light de bote, bien fría.

Estar sentada en aquella banca de madera, esperando que te sirvieran tu plato, oliendo los vapores provenientes del comal de doña Toña, es uno los pocos placeres por los que no sientes remordimiento. Luego ves a la Chana con sus pasitos chiquitos acarreando tu cena hasta tu lugar; quien te dice con su voz chillona “Aquí está doña Ari” —nunca dejaste de pensar que por gorda te confundían con señora—. Pero no te pones a pensar en que no tienes ni siquiera novio, estando frente al suculento pozole. Sientes como el vaporcito aromático sube hasta tu cara, para dar inicio al ritual de preparación. Le agregas la lechuga y los rabanitos, el chile, poca cebolla y el jugo de un par de limones; todo lo revuelves para que se homogeneice y esperas a que se cueza un poco la lechuga. Limpias la boquilla de la lata y la envuelves con una servilleta, como te gusta. Esperas un poco, absorta sin escuchar los chismes de las vecinas. Das un traguito a la coca y tomas la cuchara lentamente, primero caldito. Haces a un lado los granos y saboreas el líquido caliente en tu boca... No sientes culpa, en ese momento la gordura se te olvida.

“La Paloma Jotita”, como le dices a tu vecino homosexual, no está en su departamento. No se escuchan las melodías de José José. Los Sánchez ya van a la mitad y tu sigues recordando el sabor del pozole, y vuelves a sentir la sensación del crujir de la oreja cuando la muerdes... Los viernes es cuando menos atención le pones a la televisión; mientras la medio escuchas, revisas tu diario, para hacer una especie de síntesis de lo ocurrido en la semana. Lo lees pero no te das cuenta que es vacío, que narras los chimes del trabajo o si cogió o no la Paloma; que si peleó la pareja que vive arriba de tu departamento; o si don Nacho, el esposo de doña Toña, llegó borracho y la golpeó. Con esos huecos tratas de llenar tu vacío; pero cuando lo haz intuido prefieres evadir el tema.

No te gusta profundizar en nada de lo tuyo. Sabes que hacerle mucho caso a esa vorágine que tienes dentro, es sentirte halada por el abismo oscuro que hay dentro de ti. Cuando lo haces invariablemente te aflora el sentimiento de soledad y de tristeza que cargas; más aún cuando observas a unos novios devorándose las entrañas con un beso. Pasas lista de las mujeres que el viejo rabo verde de tu jefe se ha cogido. Innumerables: Claudia la chinita, Aidé con sus grandes tetas, Diana y su cabellera de ninfa, la chaparrita bonita que no recuerdas cómo se llama y las que ni siquiera fijaron una imagen en tu memoria. Varias permanecen algunos meses, la mayoría sólo semanas y se van o son promovidas a puestos más altos en la empresa. Tú eres la única que tiene más de tres años con él. El ingeniero, como todo mundo lo llama, a ti no te ha tocado, ni te ha insinuado nada. La única relación que tiene contigo es meramente profesional. “Ariadna, comuníqueme con el licenciado Rangel”, te pide, y tú piensas si te gustaría ser acosada por él o no.

Los compañeros del trabajo te saludan todos muy amables; pero no eres parte del “círculo de los corazones podridos”, como les llama Jaime el intendente, quien cada semana te hace, sin que se lo pidas, un recuento de quien se acostó con quien y quien ya tronó. Escuchas muy atenta el relato y por las noches apuntas, con tinta rosita, en la libreta de Hello Kitty que llevas por diario, cada uno de los incidentes. Las pocas veces que has escrito de lo que te ocurre o de lo que sientes, lo haces de forma ambigua y llena de metáforas; ni tu misma terminas entendiéndote. Te justificas diciendo que son tus ensayos de poesía.

No te atreviste ni siquiera a apuntar en tu diario que sí te gustó Pablo, pero como tenías tanto miedo, le demostraste desprecio y lo rechazaste. Te insistió y te diste importancia; él era sólo un mensajero. Estabas sola y no quisiste ni siquiera intentarlo. A lo más que llegaste fue a aceptarle un café aquel día que te regaló una orquídea. Nadie lo había hecho, nadie te había regalado ni siquiera una simple y trillada rosa estúpidamente amarilla; pero el pavor se apoderó de ti. Te dijo que te quería bien, que le gustabas y que le interesaba conocerte. Ni siquiera te pidió que fueras su novia. Pero tus demonios te vencieron. Todavía te sigues preguntado ¿cómo le pudo haber gustado una mujer morena, de pelo lacio sin chiste, que parece un tanque blindado? Todo te lo explicaste respondiéndote que sólo se quería acostar contigo y que luego te desecharía como condón usado.

Lo que sí pudiste describir con muy pocas letras fue que extrañas a tu papá; pero sobre el incidente telefónico con tu madre ni una sola palabra. Te llamó y la mandaste el diablo. Te dio náuseas su repetidísima cantaleta. “Ariadna, pos ¿qué pasa contigo? Ya búscate un novio. Te vas a quedar a vestir santos...” Le pediste que ya no te llamara, porque te tenía harta y colgaste. Ni te atreverás a relatar tus dudas acerca de ir a su cumpleaños. Está cercano y no sabes si irás, como todos los años, a felicitarla, para darle un abrazo que te rechaza y ponerle enfrente la cajita adornada con el presente que le compraste. “Sea como sea, es mi mamá”, te repites una y otra vez. Pero no quieres ir. Aunque sabes que terminarás yendo a pasar un mal rato. Tus tías te dirán que estás más delgada y que te ves muy bien. Pero no les vas a creer ni una palabra. Joaquín tu tío, ya borracho, se te insinuará. Sentirás asco y te irás.

Intuyes que viene una noche difícil, sabes que cuando viene la oscuridad y el mundo se duerme quedas tu sola envuelta en tus miedos. En esos momentos de insomnio cuando las justificaciones ya no te cobijan. Tu alma queda desnuda y lo que ves te asusta.

Para levantarte el ánimo tratas de concentrarte en los capítulos que tienes grabados de Dawson Creek porque te hace soñar que conoces a “tu hombre”, el único capaz de vencer tus dragones. Tratas de dormir, pero el insomnio no te deja. La acidez te quema la garganta y la Ranitidina no te ayuda en nada. El sueño espantado por tu temor y cobardía a vivir te hace encontrarte nuevamente con tu soledad. Tus ansias reprimidas de tener sexo y tu inclinación a cancelarte como mujer. Saberte gorda e incapaz de cautivar a alguien. Pero te dices que eso es lo de menos. Te quieres convencer de que no necesitas “a ningún cabrón a tu lado”. Sacas del buró las pastillas para dormir, pero la cruda del día siguiente te hace pensarlo dos veces.

Tratas de pensar en que el lunes todo cambiará; la rigurosidad de la dieta que te dio el nutriólogo es precisamente lo que necesitas para fortalecer tu espíritu y adelgazar. “Esta vez” te dices “sí la voy a seguir al pie de la letra. Un montón de cabrones andarán detrás de mí...” Pero esos pensamientos son los que menos duran en tu cabeza. El corazón vacío te clama; te grita. Lo quieres acallar. Juegas con el frasco de las pastillas. Ya tienes preparado tu vaso con agua en el buró. Sabes que terminarás tomándote dos. Pero antes prefieres describirte como una mujer compleja; que tus razones son ocultas para la mayoría de los mortales, por eso no te entienden. Te dijeron alguna vez que eras un espíritu atormentado. Te gustó como se oyó, pero ni eso es verdad. Dentro de ti te sabes ordinaria y sola. No hay un cuerpo que te caliente las noches; no hay un buenos días con una sonrisa por la mañana. No hay quien te cante ni quien te abrace. Odias tus noches de insomnio porque tu interior sale a martillarte el alma.

No puedes más, ya no te importa la cruda y tomas las pastillas. Su efecto, lento, da oportunidad para que tu pensamiento te desnude y te carcoma un poco más de tus entrañas vacías.

viernes, 22 de julio de 2005

La rebelión de los gordos

Lo anterior fue la primera entrega de la esperadísima novela corta La rebelión de los gordos. Una historia de lonjas, pasión, manaties rebolcándose en jacuzzies, violencia, comida, depresión, delgadez, aceptación, resignación y locura.
Espera una entrega a la semana, o no.

jueves, 21 de julio de 2005

El viernes intrascendente de Alejandro

Viernes nocturno otra vez. La semana de Alejandro pasó, como todas, en calma, cumpliendo las funciones del trabajo (sellar de recibido y poner timbres a la correspondencia saliente). Su jefa no estuvo toda la semana. Hubo poco movimiento; los compañeros festejaron el miércoles el cumpleaños de Lolita en “El Pargo”, pero olvidaron invitarlo. Él no lo tomó a mal, era fácil ser olvidado; además en esas reuniones se sentía incómodo, no le interesaba el futbol y no tenía mucho qué platicar. Los chismes de la oficina le interesaban poco y no le gustaba ser el objeto de la burla para amenizar la sobremesa.
Le encantaban los viernes, cuando se daba permiso de comer helado de chocolate mientras veía televisión, después de haber cenado cinco tacos de bistec (que eran los que menos grasa tenían) con una coca de dieta. Las series cómicas del Sony, Fox y Warner, eran sus preferidas; así como las comedias románticas tipo When Harry met Sally y You’ve got mail. Aunque también era un seguidor asiduo de las películas de superhéroes y de comics —la de Sin City, no le gustó; tanta violencia sin sentido fue demasiado para él, además las escenas le desagradaron porque eran como si estuviera viendo en realidad un comic—. Su héroe preferido era Hell Boy, por ser sensible y fuerte a la vez. Lo que más disfrutaba eran las películas que “mostraran como es en realidad el drama humano”, como él decía. Le fascinaban las escenas de amor con encuentros difíciles tipo aeropuerto o sacrificios por el amor. Por eso, su escena preferida era la de Leonardo di Caprio en Titanic, cuando salva a la muchacha y él muere de hipotermia.
Abrió su puerta, la de la vecina estaba cerrada. Una señora “quedada” cincuentona, que presumía mucho haber sido muy guapa de joven, era lo más cercano a una amiga. Su nombre era Pachita, aunque él ocultamente la llamaba “La Peje”, porque era de Tabasco y se comía las eses al hablar. Como no estaba podría entrar a su casa sin tener qué escuchar la mil veces repetida recomendación de “ya búscate una novia; no es normal que un hombre de tu edad viva solo”. La toleraba sólo porque era una fuente inagotable de dietas y ejercicios para bajar la panza. Alejandro se alegró de que esta vez no lo estuviera esperando, la premura era muy grande. Entró, dejó sus llaves y aventó su portafolio a la cama y derechito al baño. Una vez desahogada la urgencia tomó el Men’s Health del mes; le hacía falta leer el artículo del efecto de la nicotina en el organismo. Él no fumaba pero creía importante estar bien informado, sobre todo por fuentes confiables como esa revista que siempre basaba sus artículos en las investigaciones de científicos norteamericanos de universidades reconocidas.
Los infocomerciales no los veía para conciliar el sueño con el sonsonete repetitivo de su contenido y diálogos, sino para mantenerse al día sobre los nuevos avances en la industria de la delgadez. Su casa era todo un almacén de los productos que había adquirido por teléfono. Aparatos para hacer ejercicio como el especial para realizar abdominales sin lastimarse el cuello y la espalda, con el que menos de quince minutos al día prometían adelgazar un montón de kilos al mes; el escalón para los aeróbics, que además de elevar el impacto de los ejercicios protegía, con su avanzada tecnología, los tobillos y la espalada; pesas, gimnasios portátiles... de todo había. Aunque siendo sinceros, Alejandro sólo los probaba unos días y, al no ver los resultados prometidos, no los volvía a utilizar. Prefería los productos orgánicos, como pastillas o polvitos que aseguraban perder peso sin esfuerzos. Su alacena además de paquetes de galletas y cereales integrales, leche dietética en envase tetrabrick, varias latas de atún en agua y algunas pocas especias, contenía todo un arsenal contra la gordura. Compraba todo, pero siempre corroborara que las mercancías fueran orgánicas y que no tuvieran efectos secundarios a la salud. Estaba gordo, quería perder peso, pero no por eso iba a poner en peligro su salud.
Antes de encender la televisión vio que el foquito rojo del teléfono no parpadeaba. Nadie le había llamado a lo largo del día. Tres meses atrás cuando compró e instaló su nuevo teléfono, leyó en el instructivo, que el aparato tenía memoria para almacenar 64 llamadas en el registro identificador. Sólo había 25 números, sin descontar las diez que habían sido números equivocados. Su mamá lo telefoneaba poco. Sacó del refrigerador el envase de nieve, tomó su cuchara preferida, y se sentó a disfrutar su noche. Esta ocasión se había prometido no sentirse solo, ni ponerse melancólico y pensar en lo que era su vida, sino reír con Scrubs, The King of Queens y Fraiser. La película del Fox ya la había visto, así que no tendría qué decidir entre un canal y otro. Los capítulos eran repetidos, pero aún así los disfrutó y cumplió su promesa, la depresión y la tristeza no se habían aparecido. Estuvo cambiando de canales sin ver nada y se detuvo en el comercial de la crema maravillosa para eliminar la celulitis. Le quedaba todavía aproximadamente un cuarto de litro de su delicioso helado. Recordó que todavía había algunas galletas Óreo que compró una ocasión para mitigar la tristeza. Como esta vez no se sentía nada mal, decidió ir por ellas y hacerlas pedacitos y revolverlos en el envase, para lograr potenciar el sabor a chocolate.
Por una extraña razón empezó a sentirse triste. El espacio para SlimFast ocupaba la televisión; ya conocía a detalle su contenido; pero lo que antes le causó esperanza de poder adelgazar rápidamente, sin muchos esfuerzos, ingiriendo solamente un licuado, esta ocasión le provocó una horrible frustración. Siguió al pie de la letra las indicaciones, como era costumbre para él, pero los resultados obtenidos, al final de la semana, fueron dos kilos más. Para complicar aún más su situación recordó que esa misma semana quiso invitar a Carmen, la secretaria del jefe, un café para charlar. Era una mujer muy guapa, al menos así le parecía a Alejandro. A sus 35 tenía un hijo de 11 años, no se había casado y gustaba de leer las novelas de Jasmín cuando desayunaba. Estaba un poco pasada de peso, pero nada que no le sirviera para acentuar sus caderas y sus redondos y duros senos; además su cintura no había desaparecido. Usualmente vestía minifalda y blazer con medias de cuadritos chiquitos. Su cabello largo, bien cuidado, estaba adornado de rayitos rubios y rojos brillantes. De hecho, el único defecto que le veía era que fumaba. Carmen, cuando escuchó la propuesta de su compañero, se sonrió y amablemente explicó que ese miércoles no podía, pero que el viernes lo tenía libre... “O.k. Carmen, ¿entonces el viernes?” Repuso él esperanzado. Pero cuando llegó el día de la cita, Alejandro subió a la oficina de ella sólo para escuchar “¡Ay Fatlex! —así lo llamaban en el trabajo— Fíjate que me salió un compromiso con mi familia que no puedo cancelar, ¿me podrías disculpar? Tuve muchísimo trabajo y olvidé decírtelo a lo largo del día”. Con su clásica amabilidad y caballerosidad, él no se inmutó; le sonrió respondiendo que no había ningún problema y que la comprendía.
Trató de no pensar en el incidente y fue directo al supermercado a comprar una caja de galletas Óreo y disfrutar de su clásico viernes en casa. Pero aquel día algo pasó dentro de él. Cuando se acostó odió, más que nunca, a su cuerpo; se repetía mentalmente “por estar gordo, pendejo, por estar gordo, tú tienes la culpa”. Estuvo revolcándose sin control en la cama; su frustración en vez de deprimirlo, como comúnmente ocurría, le causó desesperación y coraje hacia sí mismo. Se puso de pie; caminó alrededor de su recámara. Sacó la báscula de debajo de la cama y la pateó con toda su rabia. Se arrancó el pijama y miró con mucho odio su redonda figura en el espejo. Empezó a golpearse el cuerpo, sobre todo el estómago. “Eres un pinche gordo horrible, tu tienes la culpa”. Se repetía cada que se daba un puñetazo. La rabia se combinó con el dolor y quiso gritar, llorar con toda su fuerza, pero se reprimió, no quiso molestar a los vecinos y sobretodo no deseaba que se enteraran de que algo le pasaba. Pero era tan grande lo que le ocurría que hundió su cabeza en la almohada y ahogó su grito desesperado. Las lágrimas corrieron incontrolables...
Pero este viernes no haría lo mismo, de hecho evitaba, por todos los medios, recordar ese desagradable incidente. No se lo quiso contar ni a Mari, su psicóloga, porque no tenía caso, además sólo había sido un exabrupto. Él era paciente, y “el que persevera alcanza”, se repetía. Sólo era cuestión de no perder la fe y la calma y lograría deshacerse de su gordura. Así se lo dijo el nutriólogo.
Con miedo de sí mismo, se fue a la cama...

martes, 19 de julio de 2005

La duda

— No quiero volver a verte. Ya no quiero que estemos juntos nuevamente.

— ¿Por qué?

— Porque ya no quiero.

Ana su incorporó de la cama y comenzó a vestirse. Encendió un cigarro. Se sentó en la esquina y sin dejar de darle la espalda se maquilló y cepilló su cabello.

Él apagó el incienso y fumó en un silencio tenso.

— ¿Nos vamos? Tengo que llegar temprano— dijo secamente Ana.

— Sí—. Se vistió y tomó sus cosas de la mesita. Sacó de su bolsa izquierda las llaves del carro y la esperó en la puerta.

El trayecto fue incómodo. No hubo una sola palabra. Ana descendió del carro. Cerró la puerta y se despidió.

— Ana, espera, ¿no crees que sería bueno pensar un poco las cosas? No entiendo por qué quieres hacer esto.

— Porque ya no quiero. Mejor ya me voy. No quiero hablar más. Simplemente ya no quiero verte.

— Ana. Eso lo puedo respetar, pero no entiendo los motivos. No entiendo por qué de pronto ya no quieres que estemos juntos. Yo no lo quiero así, y no me gusta la manera. Es una decisión que es sólo tuya.

— Adiós Chino— sólo eso atinó a decir Ana y caminó rumbo a su casa.

Él movía tanto en sus entrañas que el temor a salir profundamente lastimada era muy grande. A pesar de que el Chino, como ella le gustaba llamarlo, algunas veces quiso ir más allá, ella no se lo permitió. No se sentía segura. Además, no lo creía sincero, o tal vez no se sentía merecedora de vivir algo que le gustara, aunque esto último no lo quiso reconocer.

Por las noches, cuando compartía su cama con un muerto, en medio de la oscuridad pensaba en el Chino. Repasaba, palabra por palabra, la llamada que había tenido con él dos horas atrás. La tesis, las compañeras del trabajo, el conflicto con la hermana mayor. Él indiferente —o al menos así lo sentía ella—parecía no importarle nada. Se concretaba a responder un “mira qué bien”, o su clásico y repetidísimo “no, pos mal rollo”. Cuando ella le preguntaba qué había hecho le contaba del nuevo disco que había comprado, del libro que leía, del ensayo que realizaba o le narraba la nueva película. Pero Ana, se sentía vacía; los sentimientos del Chino permanecían ocultos. Necesitaba escuchar lo que él sentía por ella y esperaba un “te amo” de despedida o un “te extrañé” cuando no se habían reunido ni hablado. No se atrevió a preguntarle directamente qué sentimientos había hacia ella. Ella misma no lo manifestó verbalmente. Sólo podía quemar las sábanas y decirle todo lo que lo amaba con una mirada cuando las respiraciones aceleradas se iban calmando, sintiéndose plena y satisfecha al verlo extasiado. Pero cuando se trató el tema, expresó no querer que pasara de ahí, no quería compartir nada más allá.

Ana empezó a fumar cuando estaba sola; después del trabajo, transcurría su día escribiendo y pensando sobre el Chino. Las tardes se hacían noche y las letras fluían a gran velocidad. Contactar con sus sentimientos, explicarlos y analizar los posibles escenarios no producían en ella sino desilusión y desesperanza. Hundirse en lagos amargos de depresión no le resultaba desconocido. Le asustaba percatarse de la posibilidad de que la vida fuera muy diferente a lo que había vivido. Pero más miedo le producía resultar herida. Por eso decidió no volverlo a ver.

Hacía un mes que no se encontraban. Recibió una llamada, era él.

— Me voy a México, dejaré la ciudad, Ana.

— ¿Siempre sí te vas? Me da mucho gusto por ti. Espero que allá puedas encontrar lo que buscas.

— Gracias Ana. Oye pues me tengo que ir, ya sale mi camión. No quería marcharme sin despedirme de ti.

— Sí, que bueno que llamaste. Te deseo lo mejor. Que estés muy bien y que todo te salga como esperas.

— Gracias Ana, cuídate mucho. Nos vemos.

Era una noche calurosa de mayo, los pensamientos habían ahuyentado al sueño, y Ana salió desnuda a su patio. Encendió un cigarrillo y lo fumó sin prisas, todavía la hacía toser. No se acostumbraba al humo en sus pulmones. Dejó que la vorágine de pensamientos contradictorios se acumulara en su silencio.

No quiero compartir mi espacio. Quiero estar sola y valerme por mí misma, saberme capaz de poder llevar mi casa y mis cosas sin depender económicamente de nadie. Quiero disfrutar mi libertad. Estar con él es muy rico. Pero no más, al día siguiente le comunicaría su decisión. No lo quiero como mi pareja. Creo que no me ama. Me ofrece su apoyo, me pide que lo llame cuando me siento mal. Pero ¿cómo lo voy a hacer, si él no tiene la iniciativa? Lo mejor para los dos será dejarnos de ver. Pero no puedo dejar de disfrutar, incluso en el pensamiento, cuando encendemos la cama, y sentimos las almas entrelazadas elevándose hasta tocar las estrellas y descender en caída libre nuevamente a los cuerpos bañados en sudor.

El frío de una ráfaga de viento de la madrugada hizo que Ana volviera de sus acuosos pensamientos. La dureza y la humedad del banco de madera la invitaron a regresar. La cama crujió con sus movimientos y los sonidos la hicieron recordar aquel sábado en que comieron pollo frito y una Viennetta de vainilla. Los recuerdos en palabras se fueron transformando en imágenes. Ella sentada al borde de la cama y él de pie, frente a ella... el sueño ya se había hecho pesado aunque las imágenes siguieron reproduciéndose como si tuvieran voluntad propia. Ana estaba cada vez más distante de las imágenes, pero se sentía cobijada por ellas. Lo último que pensó fue que a la tarde siguiente lo vería; no le demostraría sino indiferencia y resistiría todos sus embates, aunque quizá harían el amor.

—Lo que tengo ahora me resulta cómodo. No estoy preparada para tomar una decisión y no te quiero lastimar. Por eso mejor no. Tengo mucho miedo y no puedo decidir nada.

—Yo no te quiero presionar Ana. Pero tu pareja en realidad no te mueve profundamente, lo que tienes con él sólo es cómodo en términos prácticos. Sé que eso para ti no es importante, sólo es cómodo. Y no deseo lamentarme después por no haberlo intentado. Nunca has creído completamente lo que siento por ti. Pero te puedo entender. Nuestra historia ha sido complicada. Sólo quería volver a intentarlo para convencerte de que en verdad te amo.

—Por favor, ya no me llames, te lo pido.

—Ana, pero puedo ver lo que sientes por mí. Ayer estuvimos juntos y no te puedo creer que no hayas sentido sino lo mismo que yo. No me engañes, no puedes hacerlo; te conozco. No dejes pasar esto.

—Por favor, ya no me llames.

El silencio que se produce el fin de una conversación telefónica intensa es como caer en un bache mental, en el que las ideas no quedan claras y todavía no se entiende que fue lo que pasó. Muchas veces no es necesario decir mucho. Pero las despedidas, forzadas o no, siempre son intensas.

Ana desayunaba con su pareja. Entre el barullo alcanzó a escuchar como Pedro, amigo de su antigua pareja, comentaba a Arcelia, la mesera, que el Chino se casaba con una rusa que había conocido en Alemania. Ana sintió su estómago contraerse. Una lágrima iba a rodar pero contuvo su caída.

Al medio día Ana regresó a la cafetería y preguntó a Arcelia lo que había escuchado.

— Sí, que viene a Guadalajara a casarse. Que dizque conoció a una rusa en un congreso en Alemania, que no habla nadita de español, pero que muy bonita. Que llegan en quince días...