martes, 19 de julio de 2005

La duda

— No quiero volver a verte. Ya no quiero que estemos juntos nuevamente.

— ¿Por qué?

— Porque ya no quiero.

Ana su incorporó de la cama y comenzó a vestirse. Encendió un cigarro. Se sentó en la esquina y sin dejar de darle la espalda se maquilló y cepilló su cabello.

Él apagó el incienso y fumó en un silencio tenso.

— ¿Nos vamos? Tengo que llegar temprano— dijo secamente Ana.

— Sí—. Se vistió y tomó sus cosas de la mesita. Sacó de su bolsa izquierda las llaves del carro y la esperó en la puerta.

El trayecto fue incómodo. No hubo una sola palabra. Ana descendió del carro. Cerró la puerta y se despidió.

— Ana, espera, ¿no crees que sería bueno pensar un poco las cosas? No entiendo por qué quieres hacer esto.

— Porque ya no quiero. Mejor ya me voy. No quiero hablar más. Simplemente ya no quiero verte.

— Ana. Eso lo puedo respetar, pero no entiendo los motivos. No entiendo por qué de pronto ya no quieres que estemos juntos. Yo no lo quiero así, y no me gusta la manera. Es una decisión que es sólo tuya.

— Adiós Chino— sólo eso atinó a decir Ana y caminó rumbo a su casa.

Él movía tanto en sus entrañas que el temor a salir profundamente lastimada era muy grande. A pesar de que el Chino, como ella le gustaba llamarlo, algunas veces quiso ir más allá, ella no se lo permitió. No se sentía segura. Además, no lo creía sincero, o tal vez no se sentía merecedora de vivir algo que le gustara, aunque esto último no lo quiso reconocer.

Por las noches, cuando compartía su cama con un muerto, en medio de la oscuridad pensaba en el Chino. Repasaba, palabra por palabra, la llamada que había tenido con él dos horas atrás. La tesis, las compañeras del trabajo, el conflicto con la hermana mayor. Él indiferente —o al menos así lo sentía ella—parecía no importarle nada. Se concretaba a responder un “mira qué bien”, o su clásico y repetidísimo “no, pos mal rollo”. Cuando ella le preguntaba qué había hecho le contaba del nuevo disco que había comprado, del libro que leía, del ensayo que realizaba o le narraba la nueva película. Pero Ana, se sentía vacía; los sentimientos del Chino permanecían ocultos. Necesitaba escuchar lo que él sentía por ella y esperaba un “te amo” de despedida o un “te extrañé” cuando no se habían reunido ni hablado. No se atrevió a preguntarle directamente qué sentimientos había hacia ella. Ella misma no lo manifestó verbalmente. Sólo podía quemar las sábanas y decirle todo lo que lo amaba con una mirada cuando las respiraciones aceleradas se iban calmando, sintiéndose plena y satisfecha al verlo extasiado. Pero cuando se trató el tema, expresó no querer que pasara de ahí, no quería compartir nada más allá.

Ana empezó a fumar cuando estaba sola; después del trabajo, transcurría su día escribiendo y pensando sobre el Chino. Las tardes se hacían noche y las letras fluían a gran velocidad. Contactar con sus sentimientos, explicarlos y analizar los posibles escenarios no producían en ella sino desilusión y desesperanza. Hundirse en lagos amargos de depresión no le resultaba desconocido. Le asustaba percatarse de la posibilidad de que la vida fuera muy diferente a lo que había vivido. Pero más miedo le producía resultar herida. Por eso decidió no volverlo a ver.

Hacía un mes que no se encontraban. Recibió una llamada, era él.

— Me voy a México, dejaré la ciudad, Ana.

— ¿Siempre sí te vas? Me da mucho gusto por ti. Espero que allá puedas encontrar lo que buscas.

— Gracias Ana. Oye pues me tengo que ir, ya sale mi camión. No quería marcharme sin despedirme de ti.

— Sí, que bueno que llamaste. Te deseo lo mejor. Que estés muy bien y que todo te salga como esperas.

— Gracias Ana, cuídate mucho. Nos vemos.

Era una noche calurosa de mayo, los pensamientos habían ahuyentado al sueño, y Ana salió desnuda a su patio. Encendió un cigarrillo y lo fumó sin prisas, todavía la hacía toser. No se acostumbraba al humo en sus pulmones. Dejó que la vorágine de pensamientos contradictorios se acumulara en su silencio.

No quiero compartir mi espacio. Quiero estar sola y valerme por mí misma, saberme capaz de poder llevar mi casa y mis cosas sin depender económicamente de nadie. Quiero disfrutar mi libertad. Estar con él es muy rico. Pero no más, al día siguiente le comunicaría su decisión. No lo quiero como mi pareja. Creo que no me ama. Me ofrece su apoyo, me pide que lo llame cuando me siento mal. Pero ¿cómo lo voy a hacer, si él no tiene la iniciativa? Lo mejor para los dos será dejarnos de ver. Pero no puedo dejar de disfrutar, incluso en el pensamiento, cuando encendemos la cama, y sentimos las almas entrelazadas elevándose hasta tocar las estrellas y descender en caída libre nuevamente a los cuerpos bañados en sudor.

El frío de una ráfaga de viento de la madrugada hizo que Ana volviera de sus acuosos pensamientos. La dureza y la humedad del banco de madera la invitaron a regresar. La cama crujió con sus movimientos y los sonidos la hicieron recordar aquel sábado en que comieron pollo frito y una Viennetta de vainilla. Los recuerdos en palabras se fueron transformando en imágenes. Ella sentada al borde de la cama y él de pie, frente a ella... el sueño ya se había hecho pesado aunque las imágenes siguieron reproduciéndose como si tuvieran voluntad propia. Ana estaba cada vez más distante de las imágenes, pero se sentía cobijada por ellas. Lo último que pensó fue que a la tarde siguiente lo vería; no le demostraría sino indiferencia y resistiría todos sus embates, aunque quizá harían el amor.

—Lo que tengo ahora me resulta cómodo. No estoy preparada para tomar una decisión y no te quiero lastimar. Por eso mejor no. Tengo mucho miedo y no puedo decidir nada.

—Yo no te quiero presionar Ana. Pero tu pareja en realidad no te mueve profundamente, lo que tienes con él sólo es cómodo en términos prácticos. Sé que eso para ti no es importante, sólo es cómodo. Y no deseo lamentarme después por no haberlo intentado. Nunca has creído completamente lo que siento por ti. Pero te puedo entender. Nuestra historia ha sido complicada. Sólo quería volver a intentarlo para convencerte de que en verdad te amo.

—Por favor, ya no me llames, te lo pido.

—Ana, pero puedo ver lo que sientes por mí. Ayer estuvimos juntos y no te puedo creer que no hayas sentido sino lo mismo que yo. No me engañes, no puedes hacerlo; te conozco. No dejes pasar esto.

—Por favor, ya no me llames.

El silencio que se produce el fin de una conversación telefónica intensa es como caer en un bache mental, en el que las ideas no quedan claras y todavía no se entiende que fue lo que pasó. Muchas veces no es necesario decir mucho. Pero las despedidas, forzadas o no, siempre son intensas.

Ana desayunaba con su pareja. Entre el barullo alcanzó a escuchar como Pedro, amigo de su antigua pareja, comentaba a Arcelia, la mesera, que el Chino se casaba con una rusa que había conocido en Alemania. Ana sintió su estómago contraerse. Una lágrima iba a rodar pero contuvo su caída.

Al medio día Ana regresó a la cafetería y preguntó a Arcelia lo que había escuchado.

— Sí, que viene a Guadalajara a casarse. Que dizque conoció a una rusa en un congreso en Alemania, que no habla nadita de español, pero que muy bonita. Que llegan en quince días...

5 comentarios:

Chrontázar dijo...
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Anónimo dijo...

Y sí, el árbol de decisiones de la vida. Es tan, pero tan difícil saber qué es lo mejor...
Muy buena historia, felidades.

Anónimo dijo...

Es un gusto que nos visitemos :)

gracias!

Anónimo dijo...

Siempre ir dónde el corazón te lleve. Y si te equivocas, ¿a que sirven los remordimientos?, sino arraigarte en el pasado y impedirte crecer. Como dijó Cervantes, cuando una puerta se cierra, otra se abre.
Un fuerte abrazo, querido Yohualli.

Chrontázar dijo...

Iba a decir que "No quiero", que las posibilidades se bifurcan, que me multiplico en todas las veces que no he sido, prefiero las cosas así, porque eso de ser lo que se es es como de weba, yo prefiero jugar a lo que no somos, por eso tenemos blogs, nicknames, apodos, personalidades desarrolladísimas, vemos Tv. y jugamos juegos de computadora...