sábado, 30 de julio de 2005

La rebelión de los gordos, tercera entrega

No es raro que salgas triste del trabajo. La razón que te das esta vez es que Carmen salió con Alejandro el mismo viernes que tú la invitaste. Ése, el publicista que casi acaba de entrar y que, para distinguirlos, a ti te nombraron “Fatlex” y él se quedó con el “Alex”. Como es tu costumbre, para martirizarte mientras caminas, vuelves a reconstruir la escena en tu memoria: Sales a recibir la correspondencia recién llegada, pasa Alex y escuchas a Ana María, la recepcionista, que dice mordiéndose los labios y en voz baja, cuando ya no la escucha, “bueno lo tengas, papacito”. La interrumpes con el saludo y ella, sin dejar de verle las nalgas al mencionado, te responde sin ganas hasta que lo pierde de vista y te mira. “¡Ah, Fatlex, buenos días! ¿A poco no está buenísimo?” te dice, y para tu desgracia, agrega “Es la nueva víctima de Carmen. Ya se lo llevó el viernes de quincena, yo creo que le fue rebién a la condenada, porque se ve bien armado el canijo. ¡Ese Alex está guapísimo! ¿A poco no?” A pesar de que sientes como si te hubieran golpeado el estómago, sonríes estúpida y tímidamente y te concretas a responder “Vengo por la correspondencia...”

Poco te importa ahora que hayas iniciado tu mañana plenamente convencido de que esta semana sí lograrías adelgazar aunque fuera un kilo. Te levantaste, hiciste lagartijas, sentadillas e incluso desempolvaste el aparato para las abdominales. Cinco series de 20 y te dabas ánimo; “ahora sí, ahora sí”, te repetías. El desayuno, balanceado y riguroso como te gusta, según dices. Una rebanada de pan tostado, café sin azúcar y una toronja. Tu baño, con el jabón Palmolive Aromatherapy Anti-Stress con extractos esenciales de lavanda, Ylang Ylang y Pachulí para ayudar a tu relajación; el shampoo Sedal con ceramidas, miel y germen de trigo, que es el único que te deja el cabello como a ti te gusta. Te sentías incluso con ganas de cantar, pero no lo hiciste porque sabes que tus vecinos te escucharían, y como te molesta oír a Jacobo, el vecino de arriba, cuando se baña y canta “Ingrata, no me digas que me quieres...” Aunque esta mañana no. Al salir de la regadera, te concentraste en tu sensación de frescura. Observaste tu cara mientras lavabas tu boca con Sensodyne Original para evitar en el futuro la desagradable sensibilidad en los dientes. No te gusta tu enorme quijada de caballo, ni que tu frente esté demasiado salida. Te acercaste al espejo para verte los ojos café claro y recordaste cuando eras niño y jugabas al cíclope con tu mamá. Te cepillaste, viste el reloj que tienes en el baño y te diste cuenta que estabas retrasado con cinco minutos. Te enjuagaste rápidamente la boca con el refrescante Plax con flúor. Te untaste el Speed Stick, la crema Dove y el Carolina Herrera que te regaló tu papá en tu pasado cumpleaños. Ya tenías preparadas las trusas Trueno, la playera de algodón para que la guayabera blanca no se trasluzca, el pantalón de mezclilla Silver Tab, los calcetines Wilson oscuros y los tenis Reebok, que parecen tanques en tus pies. “Voy a aguantar la tentación, voy a aguantar la tentación”. Sí, lo lograste, a pesar de la noticia que te dio Ana María no comiste sino hasta la hora prevista. Mónica, la cocinera de la empresa, te preparó, con un costo extra, el medallón de Lomo sin grasa, una ensalada de germinado con zanahoria rayada, huevo duro, rebanada de jitomate, apio y pepino y, para tu postre, una manzana y una rebanada de melón. Desde luego, sentiste hambre, antes y después de la comida. Al salir, no reprimiste las ganas de sentirte mal y, sin querer engañarte para justificar la rebanada de pastel de chocolate, te encaminaste hacia la Pastelería O.K.

Está cruda, aunque no bebió ni ingirió somníferos para evitar que los pensamientos le carcomieran los huecos que tiene por entrañas. Tres veces ha sonado el despertador pero el sueño la mantiene adherida a la cama como calcomanía. La pesadez en los brazos, el entumecimiento general del cuerpo y el agudo dolor de cabeza que se traduce en un pitido que se clava al centro del cerebro. Así son sus mañanas antes del trabajo.

Otro día más, apenas lunes y mis ánimos son de viernes. ¿Y si no me baño? No, no digas eso, no puede ser. Bueno, otros cinco minutos, sólo otros cinco minutos; esos en el que el sueño es más pesado y más rico porque es indebido, prohibido...

¡Ya no puedo más! creo que si hubiera tomado el Halcion no me estaría pasando esto. Me voy a reportar enferma. Pero no, es lunes, el viejillo siempre tiene mucho trabajo este día y si lo hago es capaz de venir por mí con un médico para que me levante y vaya a solucionarle sus problemas. ¡Ay, yo creo que sí! ya hasta ínfulas de indispensable me estoy creando. Aunque nunca se me había ocurrido hacerlo, hoy no me faltan ganas. Vamos Ariadna, tu puedes, no podemos arriesgar el trabajo ¡Pero si lo odio! Ya no pienses eso, ya cálmate, levántate, quítate tu bata y métete a la regadera.

La noche anterior preparó su desayuno, aunque piensa, mientras se baña, en un par de huevos con mucho tocino, frijoles refritos, un café con leche con mucha azúcar y un birote salado como los que venden en la tienda de las nalgonas. “Eso sí sería un desayuno”, piensa. Pero sabe que sólo será fruta picada, un poco de papaya y melón en cuadritos y una taza de café sin azúcar. En el baño todavía está casi dormida, se concentra en la sensación del agua tibia que corre por su cuerpo y se deleita con el olor al Fructis Fortifying que incrementa el volumen de su delgado y caído cabello; lava su cara con el jabón Grisi de avena para evitar que su cutis acumule grasa y para el cuerpo el de algas marinas cuyos efectos exfoliantes y reductivos todavía no alcanza a percibir, pero lleva sólo una semana usándolo. El duchazo rápido no le quita los pesares físicos e incluso la premura de tiempo la hace molestarse. Sale de la regadera, se enreda en su gigantesca toalla rosita; con la blanca más pequeña se hace un turbante para secar su pelo. No tiene tiempo de mirarse la cara, ni de apretarse los barritos. Sólo cepilla sus dientes con la Colgate Total. Ya no hay tiempo para nada.

Todos los días me pasa lo mismo; siempre se me hace tarde y tengo que andar a las carreras. Pero ni modo, prefiero llegar diez minutos tarde que salir sin maquillarme aunque sea un poquito. Total, sólo son los labios, la sombra de los párpados, el rimel y listo. Aunque, desde luego, tengo que darle rápidamente volumen a las pestañas y el Max Factor requiere un poco de ayuda de la cuchara. Tengo que comprar otro Obao, ya se me está acabando; del Samsara todavía no me preocupo, de ese sólo requiero unas gotitas. No sé que se sentirá traer hilo dental, pero no se me antoja. Definitivamente, este uniforme está horrible. Ese ingeniero tiene mal gusto. Ya no alcanzo a desayunar, pero lo haré en la oficina. Los lunes el viejillo llega como a las diez y media y fácilmente puedo aprovechar. ¡Chin! ¿Dónde dejé la bolsa? Espero que ahí estén las llaves, ya no tengo tiempo de nada y la mala onda de la Claudia no deja que Jaime cheque por mí.

Sale envuelta en sus pensamientos presurosa tras el minibús que la llevará a su trabajo. Es un poco más de media hora, contado el tiempo de espera para abordarlo. Afortunadamente no hay asientos vacíos y no puede seguir en sus meditaciones. No le gusta sentarse en el camión porque le da por sentirse sola. Ve a una pareja con cara de estúpidos y prefiere recorrerse hasta la parte trasera de la unidad y dirigir su atención al trajín de la calle. Llegó al reloj chocador sólo quince minutos tarde; ahí estaba Claudia la chaparrita piernuda y le saluda pero este día no hubo respuesta ni recriminaciones. La mujer está concentrada en el teléfono; Ariadna alcanza a escuchar que dice “pues sí, fíjate, fue muy lindo. Me dio un ramo de flores y unos chocolates. Es choteado y todo, pero el detalle fue bonito; y sin decir más se me declaró”.

No sabe quién es, pero no puede quedarse más ahí; tiene que llegar a la oficina a preparar la tarjeta de llamadas que quedaron pendientes del viernes. Seguramente Jaime le contará la noticia. No lo espera, pero el chisme le demolerá las entrañas, será Pablo. Y al saberlo se arrepentirá por haberlo ahuyentado, temerosa por creer que sólo quería andar de picaflor buscando acostones. Se dará cuenta de que Jaime no le ha proporcionado información sobre el mensajero, lo que significa que no es parte de “los corazones podridos”. Se arrepentirá y no tratará de reprimir su tristeza. El pesar se hará más intenso y se convertirá en coraje por los efectos de la dieta hipocalórica. Los pepinos, la jícama, el mango y la piña con poca sal y mucho chile y limón, no mitigan el hambre. Un biónico con papaya, melón y fresas aderezados con crema agria y chispas de chocolate reducirá un poco la ansiedad. “Pero la rebanada de doble chocolate, hoy no la perdono. No me importa que sea lunes”. Así le ocurre normalmente, su férrea voluntad para adelgazar se dobla por las noches.

Lo único que quiere decir es que le gustan gordas, porque Claudia no es una varita de nardo. Bueno, a ella le ayuda las petacotas que tiene y está acinturada la malvada. Fea no es... Ya no quiero pensar en esto. ¿Jeffrey u O.K?, no mejor O.K., me queda más de paso, tengo ganas de una bebida ¿chocolate o un moka? Depende del pastel, espero que ahora no se haya terminado el doble chocolate.

— Una rebanada de doble chocolate, por favor

— Se nos acaba de terminar señorita—. Alejandro que había llegado unos momentos antes, escucha lo ocurrido envuelto por el aroma a Samsara de la mujer que acaba de entrar. “Sí, es el mismo que usaba Carolina. Uuuuuy, hacía mucho que no pensaba en ella. Ni si quiera me atreví a hablarle.

— Señorita, mire, aquí traen ya la última rebanada de doble chocolate, yo la había pedido, pero si usted gusta se la puedo otorgar; yo puedo pedir otro tipo—. La miraste a los ojos y no te gustó lo que viste, pero el aroma te atraía, te magnetizaba.

— No, claro que no. Ya voy a pedir otro—. Sus ojitos café claro te llamaron la atención, su enorme quijada te pareció interesante, pero lo que te cautivó fue el detalle y la amabilidad del hombre.

— Quiero insistir, señorita. Por favor tome la rebanada—. Le extendiste el envase de hielo seco con un ademán tierno—. A mí me da por favor una de pastel de queso con cerezas y un capuchino—. La volviste a mirar—. Permítame invitarle una bebida y no aceptaré un no como respuesta ¿qué prefiere?

— Ay no, qué pena, claro que no.

— Por favor, sólo es una bebida y una rebanada de pastel, no me haga el desaire.

Tus ojos tiernos la cautivaron. De hecho nunca había vivida nada similar, ni tu tampoco, no habías tenido las agallas de hacerlo. Por eso la convenciste.

— Bueno, está bien, un moka por favor.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Muy conmovedora semblanza del malestar humano...

David Saä V. Estornell dijo...

Me ha dejado muy tocado...gratitud por descubrite, eres mío lo creas o no.
Un abrazo

libréluna dijo...

Ojo con los tiempos, mi mostro, cuando se trata de la unión de dos relatos, del diálogo intimista de dos personajes, hay que cuidar muchísimo más el texto para dejar claro cuándo habla cada uno.