miércoles, 27 de marzo de 2013

La caminta bajo la lluvia


A muchas personas no les gusta el frío ni la lluvia. Se sienten impelidos a permanecer dentro de sus casas. Sus planes se ven frustrados y se vive en una especie de cautiverio climático. Los cielos nublados y las lluvias los llenan de tristeza. Dicen que en los países de altas latitudes, donde el cielo permanece nublado la mayor parte del tiempo, la falta de sol llega a afectar el humor. Con un fuerte determinismo climático y con una excesiva simpleza esto lo ven como la causa de que el carácter europeo sea más bien melancólico y taciturno.
No sé cómo reaccionaría si viviera en un lugar en donde más de doscientos días al año son nublados y lluviosos. Tal vez los disfrutaría tanto como lo hago ahora o si mi estado de ánimo se alteraría. Posiblemente seguiría pensando que la lluvia y el cielo nublado son mucho más atractivos porque presentan más variantes que los días soleados. Pero cuando ocurren, me resultan cautivadores. En los días soleados las variables son menores. Desde luego, que los ocasos y los amaneceres presentan un espectáculo sensacional, lleno de colores y formas diversas. Pero a lo largo del día, el cielo azul, sólo es azul. La vista se puede perder en la profundidad del cielo y no cambiará de azul. De repente se ve alguna nube y bueno, cambia un poco. Pero cuando no hay ninguna nube, el cielo azul está ahí, esperando los cambios que le producirá el sol. Pero son muchas horas en que sólo es azul. 
En cambio, cuando el cielo está cubierto de nubes, hay más que ver. Los matices de claroscuros que van desde las blancas y claras totalmente hasta las oscuras, casi plenamente negras, pasando por múltiples variedades de grises. Su forma y su movimiento por el viento permiten estar viéndolas durante un buen rato y no se repiten. Así se descubren sus diferentes alturas. Como cuando amanece y está la tierra cubierta de neblina. Se mira a las que están arriba y se ven sus tonalidades de grises.
Lo mismo ocurre cuando hay lluvia, el paisaje queda lleno de variaciones. La lluvia no es de una sola forma, está el chipi chipi de gotas discretas, pequeñas, que casi no producen sonido al caer; pero luego cuando se intensifica a veces cae de manera oblicua, otras en dirección vertical; ya no digamos cuando es torrencial… Pero sobre todo, los sonidos que produce, cambian dependiendo tanto de su intensidad como del juego que hace con el piso o techo que toca. Los materiales si son tejas, asbesto, lámina de plástico, lámina de metal, techo de material o de madera… el piso, si es tierra, asfalto, cemento, adoquín… todos representan variaciones de algo que parecer ser lo mismo, pero no lo es.
Por eso disfruto de caminar bajo la lluvia. Más cuando esta llega en el invierno. En Guadalajara las lluvias son en verano, y rara vez se presentan en invierno. Además cuando raramente ocurre, es un fenómeno que dura pocos días. Sentir el frío tolerable que hace en esta ciudad sin duda es delicioso. Basta un suéter, una chamarra, una sudadera para cubrirse, no hace falta más nada. Las calles adquieren otra apariencia, casi otra dimensión.
No quise perder la oportunidad de salir a disfrutar la lluvia con una caminata. Dejé incluso mi carro en casa y tomé el minibús. Se trataba de deleitarme con el clima no de rehuirle.
El camión casi vacío, además de mí, iba una pareja de jovencitos y una señora de mediana edad. Los carros que transitan por avenida Américas encienden sus luces para mayor seguridad. La mayoría conducía a una velocidad moderada, incluso por debajo del límite. A pesar de los cristales empañados, las personas se ven bien cubiertas con suéteres o chamarras ligeras. Las aceras vacías, sin ningún transeúnte. El sonido de los neumáticos chapaleando con los charcos; los árboles gotean la lluvia y sus hojas se inclinan por el peso. Las esporádicas personas que abordan la unidad de transporte, suben empapadas, los cabellos caídos escurriendo lluvia y caras adustas, incluso molestas por estar mojados.
Decido bájame en avenida Vallarta y caminar hacia el poniente. Es una zona agradable. Las aceras están pobladas por no muchos árboles (aunque sí algunos y ya viejos) y casi por ningún peatón. No hay muchas personas a las que les guste mojarse simplemente porque sí. Aunque no falta el jovenzuelo en patineta que no le importa la lluvia. Pasa velozmente a mi lado. Él ni siquiera evidencia tener frío. Su único abrigo es su playera y un gorro negro que le cubre la cabeza, desde donde salen los cables blancos de sus audífonos. Lo veo alejarse en la distancia rápidamente.
Al cruzar la avenida Luis Pérez Verdía, se puede ver desde la venta del Sanborns que tiene poca clientela. No obstante, su minúsculo estacionamiento está ocupado totalmente. Al interior del restaurant se ve una pareja de jóvenes que beben café. Al centrar mi atención en ellos, me recuerdan la primera ocasión que fuimos a ese lugar Sofía y yo. Estábamos todavía en la preparatoria y charlamos, tal cual lo hacían esos jóvenes. Incluso nos sentamos en la misma mesa que ahora están ocupando. El joven habla y la melena de ella se mueve mientras vierte azúcar sin parar dentro de su taza.
Una mesa más allá hay una familia joven. Un niño es abrazado por su madre y el padre atiende a la otra pequeña. Extrañamente la mujer me resulta sumamente familiar. Su estatura breve contrasta con el largo de su cabello. Sonríe mostrando su blanca dentadura. Sus facciones son como las de una bella indígena maya. Casi podría asegurar que esa mujer que ahora veo es Itzel, con unos años más a como la recordaba. Me acerco un poco a la ventana pare verificar si también llevaba falda larga cubriéndole hasta las pantorrillas. Es absurdo que creyera posible esto, pero así fue. Casi estaba convencido que vería las piernas de esa mujer cubiertas por una larga falda de mezclilla. No fue así, llevaba pants y por alguna razón, tanto la joven como la mujer voltearon a la ventana donde yo me encontraba y me miraron fijamente, sin ninguna expresión.
Un poco apenado por perturbar la privacidad de esas personas retomé mi andar, pues como en ese lugar no permiten fumar, prefiero seguir caminando. A pesar de que se me antoja un café, el de ese lugar es bastante malo. Prefiero esperar por uno mejor. Vale la pena seguir caminando bajo esta tenue lluvia.
Esta avenida la he caminado mucho y no me cansa. A pesar de estar atestada de automóviles que circulan raudamente, me gustan sus árboles, que deberían de ser más. Pero quizá eso sólo sea un capricho mío. Siempre me ha gustado la ruta desde Los Arcos hasta Avenida Chapultepec. El cine del Centro Magno era de mis preferidos. No se atestaba de gente y después de la película salía acudir a un restaurante o a un café a degustar una bebida.
No muchas veces he tenido oportunidad de caminar bajo la lluvia. El trabajo suele ser esclavizante e impide hacer lo que uno quiere, cuando uno quiere. Pero siempre lo he hecho solo. Nunca he invitado a nadie caminar conmigo bajo la lluvia. Quizá si invitara a alguien me respondería que estoy loco y que no tiene ningún sentido salir a mojarse bajo la lluvia absurdamente para ir a ningún lado. Sí, reconozco que tendría razón y que es difícil explicar lo bien que se disfruta estar dentro de la lluvia caminando en las calles semivacías. Aguzar el oído para captar las variaciones de sonidos con las gotas cayendo, el sonido de los neumáticos pasando por los charcos. Ver las nubes, los árboles cargados de lluvia… Además intentar explicar esto es como pedirle a alguien que no le gusta la lima, que aprenda a disfrutar su sabor agridulce y un poco amargo. Por eso prefiero disfrutar esto solo.
De niño, cuando terminaba la lluvia, solía mover los árboles pequeños para que soltaran las gotas que contenían sus hojas y sus ramas. Era como tener una microlluvia momentánea. Las gotas eran gordas y caían rápidamente, junto con algunas hojas. Pero por esta avenida no hay ningún árbol joven al que mi sacudida le represente un movimiento suficientemente fuerte para mover sus ramas y hojas.
Estoy seguro de que existen varias mujeres que disfrutan las caminatas bajo la lluvia. Sin tener que ir a algún lugar, simplemente caminar bajo la lluvia como un deleite. De seguro habrá más de una que sí lo haga. Incluso casi podría asegurar que en este preciso momento hay más de una mujer haciendo lo mismo que yo. Nada más que no va caminando por la misma avenida que yo.
El elefante del Centro Magno me parece una escultura bastante bien lograda, aunque de un tamaño exagerado. Este centro comercial me recuerda de alguna extraña manera a la Alhambra. Desde luego, no tiene punto de comparación en la belleza. Sin embargo, sus muros exteriores, lizos carentes de cualquier tipo de decoración es lo mismo que hicieron con el magnífico edificio árabe en Andalucía. Esa ausencia de decoración exterior contrasta con el interior lleno de luces, espejos, pisos lujosos y una abundancia de letreros, flores (aunque sean de plástico) y demás adornos. Prefiero no entrar. En el Starbucks tampoco dejan fumar. Pueden tener buenos preparados de café, pero el americano o el expreso, no son particularmente de mi agrado, hay otros mejores.
En el ambiente comienzo a percibir un aroma muy peculiar. Un perfume femenino. Bastante grato. De inmediato los recuerdos acuden a mi memoria. Era el mismo perfume que usaba Mariel. Trato de ubicar de donde proviene y miro por detrás de mi. Una mujer, que a pesar del frío, lleva una minifalda, medias obscuras y un blazer tipo ejecutivo azul con rayas blancas con el cabello cortísimo peinado con gel. Abraza un recopilador blanco con ambos brazos. Cruza la avenida hacia la plaza comercial de enfrente. Me detengo para mirarla. Mi sorpresa va en aumento por el increíble parecido a Mariel, justo como estaba cuando la conocí. Antes de atravesar el umbral de la puerta, gira y me ve. Alza su mano derecha y me hace una seña de despedida. Gira nuevamente y se introduce sin más.
Por unos instantes me quedo mirando su espalda introducirse al centro comercial. No puede ser Mariel, esa jovencita no puede tener más de 27 años, como cuando la conocí. Pero de eso hace ya más de 15 años. Mariel ahora tiene 42 es imposible que sea ella. Por un momento pienso en esta avenida Vallarta por la que camino es en realidad un viaje por mi propia memoria. Quiero encontrar evidencias de que realmente estoy aquí y que es el presente. Siento las ligeras gotas que caen y veo como se estrellan en el piso. Cruzo la avenida detrás del misterioso perfume. Me introduzco. Hay varias oficinas de agencias de viajes. No hay personas caminando por los pasillos. Sólo un guardia taciturno sentado en un banco. Me le acerco para preguntarle por la mujer que acaba de entrar.
— No, señor, no ha entrado nadie desde hace más de media hora. Ya ve como está el clima. Ahora no ha habido clientela.
— Quizá alguna trabajadora… era una mujer alta, delgada, de minifalda y blazer azul. De verdad no la vio entrar. No hace ni dos minutos tuvo que pasar por aquí.
— No, señor. No ha ingresado nadie. Lo habría notado.
— Que raro. Muchas gracias.
El hombre inclina la cabeza. Salgo nuevamente a la lluvia. Una ráfaga de viento sopla fría. Se me entumecen los dedos de la mano. Enciendo un cigarrillo y continúo, lleno de confusión. Trato de no darle importancia al asunto, pero no deja de parecerme extraño. Sobre todo por el perfume y por el hecho de que me haya hecho la seña de despedida. Es realmente extraño. Casi podría asegurar que esa mujer era Mariel 15 años atrás.
Para disminuir mi desconcierto, pienso en sentarme a meditar un momento y beber un café en Martinique que está a la vuelta y es bastante bueno. Doy vuelta en la esquina hacia el sur para tomar López Cotilla y al verlo cerrado, recuerdo que aquel café ya tiene algunos meses que se cambió a otro local. Continúo caminado rumbo al oriente no menos consternado.
Trato de pensar en otra cosa y llega a mi recuerdo Ángela con quien caminé algunas veces por Vallarta, pero nunca lloviendo. Ella no dejaba de hablar. Al parece se sentía compelida a decir todo lo que se le venía a la cabeza. Yo bien pudiera haber disfrutado su compañía con un poco de silencio, pero ella no lo veía así. Sé que hay personas con las que no se puede compartir un silencio sin que sea incómodo. Por eso se dicen muchas cosas a veces sin querer decirlas y no me refiero a ofensas, sino que de repente el subconsciente, en su caos, toma la batuta de una charla que termina siendo absurda, aunque si se pone atención lo único que dice es “quiero estar contigo sin silencio”. Yo la escuchaba y de vez en cuando respondía alguna cosa, pero más bien escuchaba. 
En la calle López Cotilla hay árboles más grandes y varios de ellos han destrozado las banquetas. Entre las raíces se forman pequeños charcos de la lluvia y el tránsito de automóviles es mucho menor. Es una calle con menos establecimientos comerciales y con más oficinas. La calle está atestada de automóviles estacionados junto a las aceras. Las banquetas están igual de vacías que en Vallarta y a pesar de que me estila la lluvia por el cabello y de que las gafas escurren gotas, la chamarra impermeable me mantiene a buena temperatura y seco. Lo mismo están haciendo las botas que a pesar de haber pisado alguna que otra acumulación de agua, mis píes también están secos.
Miro el celular para verificar la temperatura. Seis grados Celsius, con la misma sensación térmica. Hace poco viento, por eso no es tan frío. A pesar de eso, me resulta muy agradable la sensación de la cara rígida y el sabor del humo del cigarro no sé por qué lo disfruto mucho más en temperaturas bajas. El frío en la cara me resulta muy agradable en la cara, pero no en los dedos de las manos y mucho menos en los píes. Pero estamos hablando de los fríos de Guadalajara, que sólo califican para llamarlos frescos.
Una de las cosas que buscamos en las parejas es compañía. Pero esta caminata no la imagino con alguien. He leído que usualmente buscamos a personas que sean muy parecidas a nosotros mismos. Que tengan los mismos gustos, las mismas inclinaciones políticas, literarias, de cine, de música, incluso físicas. Sí, quizá sería difícil entablar una charla con una mujer que sólo sabe de telenovelas de Televisa o TV Azteca, o que la literatura que haya leído se reduzca a las llamadas “novelas con corazón”. Pero más allá de eso, también es bastante agradable convivir con las que piensan y son diferentes a uno mismo. Incluso puede llegar a ser divertido. Lo que ha terminado ocurriendo en esas situaciones es la prudente simbiosis cultural que se dan en las parejas. La mujer, voluntariamente, termina adquiriendo las manías del hombre y el hombre, también comparte las manías de ellas.
Es curioso lo que ocurre en las parejas. Todos tenemos ciertas manías y que éstas sean compatibles con las que tiene la mujer eso es algo que surge solo o no se da. Hay cierto tipo de cosas que al explicarlas pierden su sentido. Además, desde luego, es imposible hacer que se disfrute algo, sino no se le encuentra sentido.
A unos treinta metros por delante de mi, observo a una mujer caminado por la misma acera. Lleva un paso lento, como disfrutando lo que va haciendo. Va cubierta con un gorro y una bufanda, ambos rojos. Su abrigo café oscuro es largo, hasta la mitad de sus piernas. Jeans y botas. Pareciera como si hiciera lo mismo que yo, una caminata bajo la lluvia, sin rumbo fijo. O quizá eso quiero ver en ella. Avanzo más de prisa para verla más de cerca. Conforme me le acerco puedo ver más detalles de ella. Su cabello quebrado está pintado a con rayos rubios. Sus caderas son amplias y su torso delgado. A unos cuantos metros de ella veo como enciende un cigarrillo.
Extraño en mi, pero decido hablarle.
— Buenas tardes.
— Buenas tardes —responde sin dejar de caminar.
— ¿Que frío hace verdad? Y el agua no se quita.
— Sí, ¿no le parece a usted algo maravilloso?
— De hecho sí. Estoy de acuerdo con usted —sinceramente me sorprende su respuesta.
— Al verle, me doy cuenta que ya tiene usted un buen rato caminando…
— Sí, un poco —contesto y limpio mis gafas de las gotas de lluvia—. Disculpe mi intromisión, pero no es algo común encontrase a alguien que le guste caminar bajo la lluvia. ¿Se dirige hacia algún lado o sólo camina por placer?
— No veo porque le tenga que contestar —surge un silencio y se seguimos caminando. Unos segundos después sonríe—. Lo que pasa es que no me gusta dar explicaciones. Pero como usted se ve que es buena persona, le contestaré. No, sólo salí a caminar para disfrutar el clima. La lluvia no me gusta mucho, pero el frío sí… Bueno si a esto se le puede llamar frío. La mayoría prefiere prudentemente quedarse en casa, disfrutando de una bebida caliente y ver una buena película.
— No quise importunarla. Simplemente me pareció un poco extraño verla caminar. Su forma de hacerlo no reflejaba que se dirigiera a un lado en particular. Sino más bien un simple deleite.
Llegamos a la esquina de la avenida Chapultepec y pienso en invitarle una bebida. Pero ella se adelanta.
— Que siga usted disfrutando su caminata.
— Sí, sí, igualmente —no se pudo presentar la oportunidad. Ella continua derecho rumbo al oriente y yo tomo Chapultepec, hacia el sur.
La lluvia continúa cayendo. Ahora es un poco más tupida. Incluso las gotas se sienten como pequeñas cuchillas en la cara. Los lentes me quedan llenos gotas. Ha sido extraña esta caminata. Y ahora sí estoy decidido a sentarme en un café. Cruzo la Avenida con su grande camellón y llego a la “Estación de Lulio”. Ahí se puede fumar y el café no es malo.
Me siento en uno de sus equipales. El mesero llega rápido con la carta. El local está prácticamente vacío. Frotándose las manos el mesero me pide la orden.
— Sólo un americano, por favor.
— ¿Le dejo la carta? —me pregunta y resopla en sus manos para calentarlas un poco.
— Sí, está bien. Déjela.
Enciendo un cigarro y veo entrar la cara redonda y los ojos pequeños de la mujer del gorro y bufanda rojos. Con gran determinación se acerca a mi mesa.
— Que malo, venías a un café y no tuviste la amabilidad de invitarme. Con el frío que está haciendo. Por cierto me llamo Lucy y como no es común encontrase a un loco que camine bajo la lluvia sólo porque sí, quiero conocerte.

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