miércoles, 12 de julio de 2006

Un momento trascendente

Sin lugar a dudas, estamos atravesando un momento importantísimo de nuestra historia. Estamos ante un proceso que puede significar, no sólo un paso importante para el fortalecimiento y la consolidación democrática en México, sino el inicio de algo mucho más amplio: el fortalecimiento en la credibilidad y en la legitimidad de las instituciones. Un tiempo que puede quedar registrado como el que los ciudadanos contribuyeron a que, por primera vez en su historia, por encima de la ley no hubiera nadie: ni presidentes que exhortan a la unidad nacional y al mismo tiempo califican, irresponsablemente, de “renegados” (sin tener la menor idea de lo que esa palabra significa) a un sector de la población —que ciertamente no es una minoría aislada—, ni ricos empresarios que quieren imponer a un candidato y emplean prácticas ilegales para llevarlo a la presidencia, ni la elite neoconservadora que quiere exprimir a este país a costa de la miseria de la mayoría.
Podríamos ser los testigos presenciales y los agentes que velarían porque se respeten las instituciones y, con ello, provocar que el estado de derecho no sea sinónimo a una aplicación selectiva y mañosa de las leyes y a una práctica de las instituciones que sólo beneficia a quienes están encumbrados; sino que estado de derecho signifique la seguridad de tener los bienes materiales e inmateriales necesarios para llevar una vida plena, libre, segura; para decirlo llanamente, que el estado de derecho tenga como finalidad asegurar el techo, la comida, la educación, el vestido, la seguridad y la libertad, para todos; no uno que tolere la desigualdad, uno que permita que unos pocos tengan mucho y que muchos vivan en la miseria.
La cultura de ocultamiento, engaño, desconfianza e incredulidad que permea nuestro actuar en sociedad tiene raíces muy profundas en nuestra cultura. No viene al caso, en este momento, tratar de explicar este fenómeno históricamente, baste decir que vivimos más de 70 años en los cuales no se respetó el sufragio de los ciudadanos para elegir a sus representantes. No es descabellado, pues, que creamos perfectamente posible que en el proceso electoral del pasado 2 de julio, una vez más, no se esté actuando de manera legal y respetando las decisiones de los ciudadanos. Sino que se quiera imponer, por las cúpulas tradicionales del poder, a un candidato que no eligió la mayoría. También es perfectamente comprensible que no confiemos en las instituciones, ni que se aplique la legalidad, porque no existen razones históricas para hacerlo.
De ahí que los hechos que vivimos en la actualidad sean de trascendental importancia para todos nosotros, no sólo para los que se pintaron de amarillo, azul o verde, sino también para los que decidieron pintarse de otro color e incluso para quienes se inclinaron por la botarga, para los que anularon su voto y para quienes no acudieron a la casilla a ejercer su derecho.
Desafortunadamente, la clase política neoconservadora no alcanza a entender este proceso. Prefieren tener el poder a toda costa, sin importarles la transparencia, la legalidad, la credibilidad en las instituciones y la endeble gobernabilidad que existiría en caso de que no se limpiara el proceso electoral y quedaran aclaradas todas las dudas que surgieron. No, prefieren seguir infundiendo miedo a la sociedad, descalificar, negar, cegarse.
Tener conciencia de la importancia de este proceso motiva nuestra responsabilidad como actores políticos y sociales. No sólo para aquellos formalmente instituidos o sea para aquellos que ocupan puestos de decisión, sino para todos los ciudadanos de a pie, que somos la mayoría, pero que tenemos una responsabilidad mayúscula de lo que ocurra en este país, pues de nosotros depende que se respete la legalidad, las instituciones, el estado de derecho y que debilitemos la desconfianza, el engaño y el ocultamiento.

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